miércoles, julio 08, 2015

¿Un cuentito? ¿por qué no?


Amiguitos, yo sé que de mis tres lectorcitos sólo me ha de quedar uno o dos y seguramente no van a dar señales de vida, pero me dieron ganas de venir a este cuchitril a dejar un cuentito, a ver si les gusta. Saludos, no me odien.

Puras buenas ideas.


—Sólo inténtalo, para que veas lo que sucede —me sugirió la joven con mirada de plata. ¿Por qué me parecía que sonreía demasiado?

No puedo recordar con claridad cómo llegué a ese lugar. Ambos estábamos sentados en cómodos sillones frente uno del otro: olía a incienso. Había cortinas y ropajes por todos lados, un par de enormes espejos y montón de animales disecados por todas partes: allá en la esquina, un espantoso castor con los dientes expuestos, en la esquina un zorro gruñendo y listo para saltar, enfrente de mí un lobo plateado con los carrillos arrugados: dientes, dientes por todos lados.

—¿Entonces? ¿te animas o no? –Me dijo la chica extendiéndome el pequeño trozo de pergamino con la mano derecha. En la izquierda me ofrecía un lápiz recién afilado.
—Mmm… no sé… ¿Y si me equivoco? ¿y si pido algo y luego me arrepiento? –dije nervioso, al tiempo que tomaba ambos objetos.
—Por eso es con lápiz, tonto. Puedes borrar, pero no lo recomiendo… mira: queda sólo un trozo de papel, se ha ido rasgando y rompiendo con el tiempo… ¡haz la prueba! –me apremió. De súbito parecía ansiosa.

Debí verme confundido, ahí sentado: mirando alternadamente ambas cosas en mis manos como si estuviera negando con la cabeza. Me dieron ganas de un cigarrillo y entonces vino una idea con chispa.

Sin pensarlo mucho, garrapateé: «En la mesa hay unos cigarros nuevos» de pronto nos llegó a ambos una vaharada muy leve. Volteé a ver la mesa y ahí estaba, ¿Qué más iba a estar? una cajetilla nuevecita y sin abrir.

—¡No mames! ¡pide algo importante! –dijo ella, pero yo ya estaba dándole vuelta al lápiz para empuñar la goma y borrar lo escrito. La chica de ojos plateados tenía razón: el papel era ya una miseria a punto de desintegrarse por tanto maltrato. A pesar de que borré con cuidado no pude evitar rasgarlo.
—¡Lo rompiste!
—Te lo voy a pagar.
—¡DAME EL DINERO AHORA! –de pronto su rostro lucía encendido de coraje. Los ojos plateados centelleaban. Recordé que había borrado lo escrito y al mismo tiempo los dos miramos hacia la mesa: La cajetilla había desaparecido. Estaba más sorprendido yo que ella, pero ambos sonreímos con complicidad.

De mi abrigo tomé la cartera. Saqué un montón de billetes y se los entregué. La chica pareció satisfecha y su mirada brillante ofreció una tregua, pero seguía ahí expectante.

—¿Qué más vas a pedir? –preguntó mientras yo volvía a garrapatear sobre el viejo papel. Los cigarrillos reaparecieron sobre la mesa.
—¿Vas a seguir perdiendo el tiempo con cigarrillos?
—Aún no me has dicho de dónde sacaste esto.
—Lo encontré en las manos de un viejo moribundo.
—¿Se lo robaste?
—Más bien me lo dio antes de morir –aseguró ella. No le creí.

La sonrisa extraña y forzada volvió a aparecer en sus labios. En definitiva no iba a quedarme un instante más en ese lugar con ella y esos animales enseñando sus colmillos para siempre, así que me incorporé y tomé mis cosas. Con cuidado doblé el antiguo y frágil papel y lo guardé en mi abrigo para marcharme. Ella se quedó sentada, mirándome en silencio. Antes de cerrar la puerta tras de mí pude ver de reojo cómo su sonrisa falsa se ensanchaba aún más. Los animales de la estancia también parecían sonreír. Incómodo, afronté la helada noche mientras caminé hasta mi departamento.

Al llegar, me encerré para meditar lo que haría con este nuevo poder: El viejo papel estaba en las últimas… «No importa, alcanzaría a escribir (y tal vez borrar) varias buenas ideas». «Por fortuna no soy un sociópata, ni un egoísta que sólo desee riquezas», así que se me ocurrieron puras ideas para mejorar este mundo: Poco a poco resolví problemas profundos como el hambre infantil… la deforestación, la falta de agua, el SIDA… Durante días fui escribiendo buenas ocurrencias en el viejo papel y las cosas simplemente sucedían o aparecían: «en México trabaja sin descanso el descubridor de la cura para el cáncer. Lo va a dar a conocer ahora»

Encendí el televisor y ahí estaba: Simple. La conductora de noticias daba el anuncio de la cura: El descubridor de la vacuna para el cáncer había sido hospitalizado porque presentaba un cuadro extremo de agotamiento. El científico estaba grave y esperaban los doctores que se recuperara.

«Bueno, a veces falla un poquito. Supongo que siempre habrá resultados colaterales impredecibles» pensé mientras recordaba imprecisiones y fallas que tuve al escribir otras cosas en el pergamino «El chiste es contar con una escritura clara y precisa, para que no haya daños secundarios»

Pasé casi una semana sin salir del depa, meditando y garabateando deseos. Casi no borraba por temor de desintegrar el viejo pergamino. Hoy recordé que no había desayunado ni comido nada por estar día y noche sentado, pensando, y el estómago hizo un airado reclamo que empezó desde lo más bajo del vientre hasta que restalló con un lamento ácido que trepó por mi garganta quemándome. Dejé el pergamino y el lápiz en la mesa donde me sentaba a trabajar desde hace unos mil años y fui a prepararme un sándwich-de-lo-que-sea. Pronuncié de nuevo con lentitud: un-sandwich-de-lo-que-sea y las papilas gustativas de mi lengua se retorcieron de placer. La pura expresión me recordó de súbito la voz que amé hace no mil, sino más de dos mil años: Cuando vivíamos juntos.

Sin regresar al estudio me dirigí a la salita que ya empezaba a sumirse en sombras. Aún sin encender la luz pude ver su retrato: coqueta me sonreía mientras adelantaba el níveo hombro hacia la cámara que yo sostuve embelesado en aquél luminoso día que poco a poco se diluía en el recuerdo: Aurora.

Me sorprendí al darme cuenta de que los ojos me goteaban desde antes de tomar el retrato entre mis manos. Terminé por derrumbarme cuando recordé las veces en que con estas manos recorrí los abismos inevitables, pronunciados y prometedores de su tibia tersura. La barrera de los recuerdos estaba hecha añicos cuando pensé: «De todas las cosas que en estos días he pedido, nunca he reclamado algo para mí… realmente solo para mí …»

Como un martillazo, acudieron a mi mente imágenes que creí no volverían jamás: La brillante sonrisa de Aurora. La funesta sorpresa y nuestras miradas cruzándose… el agudo rechinido de llantas sobre el asfalto… y la lluvia gorda que encorva con su peso un inútil ramo de flores sobre mármol blanco y frío… Después del martillazo, una negra guillotina cayendo sin remedio.

Con el retrato en mis manos regresé al estudio y escribí sobre el último espacio que quedaba en los jirones de papel. Las lágrimas me acechaban detrás de mis pensamientos, pero logré contenerlas. Sentado me quedé absorto y olvidé encender las luces. Pasaron las horas. Yo seguía mirando sin ver.

Nada.

Ya era casi medianoche cuando me fui a acostar. Ni siquiera me desvestí. El cansancio terminó por doblegar a la vigilia y no me di cuenta del momento en que cerré los ojos.

Al fin, la manija de la puerta exclamó inaudible, pero inevitable:

¡CLICK!

martes, agosto 12, 2014

Cuento corto

Gracias al buen Guffo, volví a revisar este remedo de blog y me encontré con que hace unos días cumplió nueve años. Sumar tiempo no es sumar amor, lo sé. Pero es inquietante volver sobre los pasos y descubrir cómo redactaba hace tantos años y cómo es hoy. Es como ver una veja película o regresar en una cápsula del tiempo, neta. Si bien he dejado de volver a este sitio con la frecuencia de antes, no he dejado de escribir nunca. Y aunque a veces uno prefiere guardar silencio y escuchar a su alrededor, a veces es buen momento de volver a contar cosas. Aún ignoro si lo haga del todo bien, pero lo que sí sé es que al menos son historias honestas, sinceras y sin pretensiones.

Para celebrar el noveno aniversario de este cuchitril les dejo este pequeño cuentito. Ojalá les guste, y si es así, gracias por dejármelo saber, chicuelos.


Apagón.

Esa noche, Flor subía en el ascensor de su edificio y se fijaba en todos los detalles de la gente que iba ahí encerrada en esa caja metálica junto a ella: El ejecutivo que regresaba del trabajo vestido impecablemente, pero con un tic nervioso muy visible en la mejilla derecha. Daba la impresión de sentirse asfixiado ahí dentro, tiraba corbata continuamente de su corbata como si ésta le apretara demasiado. Su maletín descansaba en el suelo, y al parecer su estado de ánimo también.

La imaginación de Flor la hizo imaginarlo como un perfecto psicópata. Ya sabes, de esos que ni pío dicen, y que caminan de manera discreta, con la mirada baja, pero que secretamente tienen en su refrigerador bolsitas con los restos de las personas que han sorprendido en alguna calle solitaria y poco iluminada. Detrás de sus lentes opacos un par de ojos pequeños desprovistos de brillo miraban al exterior, tal vez midiendo, tal vez sopesando. Flor se había burlado de él repetidas veces, «Es un zoquete, mírenlo. Un bicho raro» El tipo pasaba de largo sin decir nada.

Estaba también la señora López, de unos cuarenta años, que vivía sola en el octavo piso. Era alta, no era hermosa, pero llamaba la atención de los vecinos. Muy reservada y silenciosa. Cuando uno la saludaba sólo hacía un leve ademán con la cabeza. Algunos decían que estaba sola porque el marido la había dejado para irse con una amante más joven que ella, otros contaban que peleaban mucho y que el tipo la golpeaba. Algunos otros presumían de saber la historia completa: El tipo la golpeaba, sí… Sobre todo cuando tomaba. Y el tipo tenía una amante, situación que inclusive ella parecía conocer, pero una tarde que regresó temprano a su casa después de haber estado en el bar con sus amigos toda la tarde, la encontró en la cama con un jovencito que la hacía gritar y estremecerse. Pelearon (el chico salió huyendo discretamente) y entonces ella lo sorprendió con un cuchillo en la panza. Nunca se supo que hizo con el cuerpo, eso decían algunos. Quien sabe.

Los vecinos de piso de la señora López decían que habían visto entrar en repetidas ocasiones a su departamento a una o dos mujeres. No miraban a nadie. No tocaban la puerta. Sólo entraban, estaban ahí durante un buen rato y luego salían sin hacer ruido. Y pensaban que nadie las veía. O no les importaba. ¿Eran amigas? ¿cómplices? ¿de qué? Flor investigó un poco pero la señora López la descubrió husmeando y cuando eso pasó Flor decidió desaparecer por un tiempo hasta que la vergüenza que le hacía arder el rostro pasara. Se ocultó en su departamento durante una semana sin asomar siquiera la nariz. La señora López la había sorprendido in fraganti husmeando en su departamento y eso estuvo muy mal. Nunca dijo nada, pero cuando se encontraban por los pasillos Flor prácticamente se escurría con la mirada baja para caminar a toda prisa y desaparecer de su vista.

En el mismo ascensor y de pie detrás de Flor estaba don Javier, quien había quedado viudo hace 15 años, a la edad de 50. Amargado y solitario ahora, en su juventud había jugado en un equipo profesional de futbol, luego, fue director técnico del equipo, ganaba bien, la vida le sonreía y el futuro parecía promisorio para una persona madura. No tenía hijos, pero su vida entera se centraba en su esposa, más joven que él, hermosa y llena de energía, con una carrera como pianista por delante y que tuvo que morir a manos de aquél borracho que esa horrible tarde conducía su camioneta a exceso de velocidad. Muchos decían que don Javier se había vuelto loco de dolor, que desde entonces buscaba a su esposa en cuanta mujer se encontraba por las calles, que las seguía para asegurarse si no eran ella y que más de una vez trató de suicidarse al recordar con increíble dolor esa ausencia forzada a que lo habían sometido sin preguntar si estaba de acuerdo. Don Javier pasaba meses recluido en su departamento y a veces la gente simplemente pensaba que se había ido a vivir a algún otro lado o que andaba de viaje. A veces tardaba mucho en responder a los toquidos del casero o de alguna vecina que con el pretexto de llevarle su correspondencia o un recado iban a cerciorarse de que el viejo seguía habitando este planeta. Al final siempre respondía a las llamadas a su puerta y todos tranquilos.

Un día no respondió. Lo encontraron colgando de la viga central de su sala. Los ojos desorbitados y la lengua de fuera, meciéndose lentamente.

Alcanzaron a rescatarlo, pero nadie lo agradeció, mucho menos don Javier. En adelante se le vería muy de vez en cuando y siempre como una aparición. No hablaba, ni sonreía. Sólo miraba. Y cuando te miraba podías sentir que esos ojos te traspasaban la nuca, aunque ya hubieras dado vuelta la esquina. Desde hacía poco que Flor sentía que don Javier la miraba más de lo acostumbrado, al cruzar con ella en el vestíbulo del edificio. La ponía nerviosa.

Flor abrió su libro para recordar en que se había quedado. Pero antes alcanzó a ver de reojo a Julián, el vecino del departamento de enfrente. Alto, flaco, y con esa melena que le tapaba la mitad del rostro todo el tiempo. Se decían muchas cosas de él, que perseguía jovencitas, que lo habían detenido más de una vez por haber acosado a chiquillas de quince años a la salida del colegio, aterrorizándolas con su presencia e incluso hubo quien aseguraba que había violado a más de una, pero con amenazas había conseguido que guardaran silencio. Nunca le pudieron probar nada. Hasta que sus padres tomaron cartas en el asunto y habían acudido a amenazarlo: lo matarían y lo colgarían de los huevos si volvía a acercarse al barrio y a las chiquillas. Julián hizo caso y puso a salvo su vida alejándose de esos rumbos, pero aún así daba la apariencia de ser un tipo con el que no conviene toparse a solas. Mucho menos si eres mujer.

Lucía, amiga de Flor le había contado alguna vez que Julián había tenido relaciones con ella en una aventura que duró poco menos de medio año y que a tantas veces de hacerlo, en algún momento estuvo embarazada de él, aunque el tipo la convenció de abortar y deshacerse del problema si es que quería seguir con él. Una vez que lo hizo la abandonó, sin explicaciones, sin adioses, sin lágrimas ni enojos. Sin embargo había otras versiones que aseguraban que Lucía era la acosadora de Julián y que él nunca se involucró con ella.

-Ten cuidado –le dijo Lucía-. No lo conoces, y es peligroso.

No importaba. A Flor le gustaba Julián y le preocupaba todo lo que decían de él. Más de una vez se lo encontró por los pasillos del edificio, en el elevador, o al salir a la calle. A veces le parecía una coincidencia feliz, otras veces sospechaba que no había sido del todo un accidente ese encuentro. Se ponía nerviosa y seguía caminando sin detenerse. Un “¡adiós!” y eso era todo. Luego pensaba que había sido una tonta, que se supone que debería de abrir un espacio para que él se animara a dar el primer paso. Pero, ¿y si era verdad lo que decían? ¿y si era peligroso? ¿y si en lugar de saludarla o iniciar plática se le antojaba otra cosa?

Mientras pensaba en esas cosas lo veía de reojo. Julián debió haberse percatado de eso, porque volteó y la miró. Le sostuvo la mirada unos segundos, inexpresiva y algo fría, para luego mirar hacia arriba, a donde los números luminosos indicaban que el ascensor seguía subiendo. A Flor le quemaba el rostro de ansiedad y vergüenza y al mismo tiempo moría de ganas de volver a ver el rostro de él.

De pronto, las luces parpadearon. El ascensor dio un pequeño brinco. Don Javier farfulló furioso algo incomprensible. La señora López alcanzó a decir un «¡Jesús!». El ejecutivo que se tiraba de la corbata miró hacia arriba como buscando una respuesta en el techo del elevador y soltó un largo suspiro, nervioso. Julián veía al piso y lentamente una pequeña sonrisa apareció en sus labios. A Flor se le cayó el libro de las manos. Fue un parpadeo solamente y un pequeño brinco, el elevador continuó hacia arriba. La señora López recogió el libro y lo devolvió a Flor. No hubo ni un «gracias» ni un «de nada».

Ahpra sí, las luces se apagaron. El elevador murió ahí mismo con el estómago lleno de gente. Se hizo un silencio denso. Las luces de emergencia que se supone deberían de encender no lo hicieron. Flor escuchaba la respiración de todos. El ejecutivo empezó a gritar «¡Hey! ¡Alguien ayúdenos!» trataba de sonar tranquilo y más bien autoritario, pero en realidad su grito se escuchó aterrado. Empezó a golpear las puertas, mientras todos ahí dentro se agitaban ante el gesto de violencia, para luego rendirse. La señora López retrocedió poco a poco hacia una esquina del ascensor. Don Javier guardó silencio absoluto. Julián tampoco hizo ruido.

Afuera no se escuchaba ni un ruido. El apagón era general en toda la cuadra.

-Bueno, tranquilos –dijo Flor- ¿qué les parece si nos tranquilizamos un poco? Podemos platicar de algo, lo que sea, hasta que llegue alguien a ayudarnos…

Una mano le rodeó la cintura, el contacto la hizo saltar un poquito. Pero ya no dijo nada. ¿Sería Julián? Esperaba que sí, que por fin algo sucediera, aunque una oleada de temor le recorrió la espalda. Ya estaba dispuesta a guardar silencio y ver que pasaba, total, estaban entre más gente, ¿qué podía suceder? La mano tiró de ella con fuerza y suavidad al mismo tiempo.

Flor pensó que, efectivamente, era Julián, que por fin se había decidido a actuar, aprovechando ese breve instante donde podían estar a solas aún en medio de la gente. Flor pensó que estaba bien, que podía permitirse una aventura de ese tipo. Que sería un secreto entre dos. Algo que contar. Algo excitante. Fugaz. Oculto.

Empezó a fantasear. ¿Qué pasaría con ellos dos? ¿Sería una aventura y nada más? o ¿tal vez Julián la buscaría más adelante? ¿En realidad eran ciertas todas esas cosas que se decían de él? ¿importaban? ¿cómo debía actuar ella? ¿debía ser mansa y dejarse llevar? o ¿tomar la iniciativa?

El golpe vino desde abajo. Un golpe certero, rápido. Preciso. Una sensación de calor le invadió desde el costado derecho de la espalda. Flor se tocó la blusa y la sintió mojada. Todo empezó a dar vueltas y vueltas con rapidez incontrolable. Entonces lo supo: Ya no le debía nada a nadie. De pronto, el espacio dentro del elevador pareció ensancharse. Las paredes se alejaron una de otra y se perdieron para siempre. El piso desapareció.

Flor se sintió más sola que nunca. Sola en el interior de una cápsula de metal inerte. Sola dentro de su edificio. Cayó poco a poco y en medio de un silencio de terciopelo. El libro se le escapó de las manos que lo habían manchado en la cubierta. Alguien lo tomó sin hacer ruido.

Las luces del elevador se encendieron y con un brinco y un zumbido inquietante reinició su ascenso. Nadie volteó a verla. Nadie se miró entre sí. Nadie dijo nada. Cuando las puertas se abrieron todos salieron en el mismo piso.

Flor se quedó. Ya no tenía que llegar a su casa.


FIN.

lunes, mayo 26, 2014

Penitencia infinita

Hace tiempo que no escribía cuentitos. Aqui les dejo éste:

Penitencia infinita
 
El padre Valentín apuró su desayuno. El día iba a ser complicado desde la misma mañana: recibir en su pequeño despacho al Arzobispo, supervisar el avance de los preparativos de las fiestas del santo patrono, registrar por escrito los crecientes problemas del nuevo dispensario, recoger las ayudas de los benefactores, revisar los faltantes que había en la capilla a raíz del último robo que sufrieron (ya agarrarían a ese infeliz, si dios quiere) y atender los bautizos y servicios del día.

Aún así, sus ocupados pensamientos iban irremediablemente al mismo destino: esperaba con impaciencia la visita de los niños que iban todos los jueves al catecismo. Aunque las clases las daba la señorita Concepción el cura siempre asistía al final para bendecir a los chiquillos y cantar con ellos algunas canciones.

Los pensamientos traicionan. Valentín no podía dejar de pensar en Luisito. Luis, el chamaco de diez años de tez morena tan servicial y educado que se portaba como un verdadero caballerito. Quería conocerlo mejor.

Como conoció a otros.

El cura lo había ocultado bien durante años. Siempre se había sentido atraído hacia los niños, pero con una sensación salvaje difícil de explicar y de contener. Por eso sufría, por tener que ocultar esa atracción. Las niñas eran bonitas, sí, pero los chiquillos... Bueno, eran otra cosa. Eran especiales, por eso le gustaba tenerlos. A los mocosos siempre les daba verdadero terror a la hora de la hora, y eso los paralizaba de tal forma que se dejaban hacer, y sí eso no ocurría entonces había que echar mano de otros recursos: e
sperar a que durmieran, administrarles tranquilizantes o de plano amenazas si la veía muy perdida.

Valentín consideraba que "eran pruebas que dios le enviaba" y entonces pensaba que simplemente fallaba. Sabía que vendría la necesaria penitencia, pero la cumpliría con gusto, y después... A volver a andar. «Dios proveerá»

Se levantó de la mesa al tiempo que intentaba cortar sus pensamientos. En el cuarto de baño se cepilló los dientes, terminó de peinarse y como cada día desde hace mucho tiempo, evitó cruzar frente al espejo: hacía años que la imagen que le devolvía lo ponía muy nervioso: oscilaba como si se viera en la superficie intranquila del agua. Pero no una superficie límpida y cristalina, sino una más bien asquerosa, nauseabunda y negra. Valentín había notado ese paulatino cambio en todos los espejos en que se veía, había sido tan gradual como cuando de pronto un día te das cuenta que ya necesitas lentes graduados porque tu vista no es la de siempre: «si Dios quiere que vea borroso, pues veré borroso. Bendito seas, Señor»

Valentín salió a la calle rumbo a su auto. El sol brillaba y desterraba las tinieblas inundando de tibia luz las calles en lo que casi todos reducimos miserablemente a tres palabras: «un hermoso día» mientras recordamos la letra de alguna buena canción, aunque Valentín hacía años que había dejado de tararear canciones. Ya estaba otra vez pensando en el chiquillo y por eso no pudo darse cuenta de otro detalle que había cambiado: antes, mientras caminaba, proyectaba su sombra sobre el piso, como todo el mundo. Ahora, caminaba rumbo a su auto sin que su propia sombra lo acompañara. La había perdido definitivamente también.

Bueno... una prueba más del Señor. El Señor lo da y el Señor lo quita, bendito seas, Señor.

FIN.

jueves, marzo 06, 2014

I Just call… to say…

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 Hace como medio millón de años luz que mis amigos de la banda de rock/pop/latino “Sabor Tequila” y yo fuimos a radicar a Mazatlán, Sinaloa durante unos meses. Habíamos previsto una cantidad de dinero para sobrevivir durante ese par de meses, pero la estancia se prolongó y ya se nos había terminado el money junto con las reservas de comida, cigarros, cerveza y tequila que habíamos llevado como kit básico de sobrevivencia. Habíamos conseguido tocar aquí y allá en algunos restaurantes y bares pero seguíamos buscando nuestra oportunidad de oro: un trabajo estable y que nos dejara buen ingreso para continuar con la aventura de ser un grupo “de giras”.
En esas estábamos cuando conocimos al administrador de los departamentos donde vivíamos. A pesar de que el sujeto tenía un aspecto que a mí en lo personal me ponía muy nervioso, (flaco, flaco, pálido y huesudo, casi se pisaba las ojeras de los ojos, dientes de tiburón) resultó ser un buen tipo que también administraba el bar del hotel Camino Real de Mazatlán. Después de convencerlo de que nos escuchara tuvimos oportunidad de ir a preparar y montar todo el equipo para audicionar y tocar una noche, como prueba. Fuimos a mediodía al hotel a llevar bocinas, instrumentos y equipo.
Para entonces ya éramos unos mocosos expertos cargadores y podíamos sincronizarnos muy bien para repartir quehaceres: tú conectas esto, yo reviso cables, ustedes dos carguen eso de allá para acá, tú busca el suministro de corriente y revisa los instrumentos, etc. estábamos en un pequeño descanso de cargar todas las cosas hacia el escenario del bar cuando Richo, el baterista del grupo y yo “descubrimos” un teléfono público de monedas que estaba en el lobby del hotel. Para ubicarlos un poco en el tiempo al que se refiere esta narración, les diré que en ese entonces no todos utilizábamos los teléfonos celulares como hoy día. Era cosa de ricos comprarse un "«ladrillófono» para hablar por teléfono “sin cables”. No cualquiera.
—¿traes monedas, güey? Aunque sea una
—ja, ja, ja, ja qué chistoso, no traigo nada, ni tú tampoco.
—hmmmm, a ver ¿si marcáramos algunos teléfonos? ¿a quién le marcarías primero?
—pues a mi mamá, güey… y a mi vieja, claro…
—ahhh, ¡pues sí…! ¡yo también!
—¿a tu mamá y a tu vieja?
—No. A tu mamá y a tu vieja, güey, jajajajaja
—¡Pendejo!
Cuando tienes menos de veinte años hacer bromas pesadas que involucren a las mamás y novias de tus amigos es una manera muy extraña de mostrar tu afecto, pero… ¡qué se le va a hacer! Nos pusimos a fingir que llamábamos por teléfono a nuestras novias, que ya debían de estar algo preocupadas (¡seehh!) por no tener noticias de sus galanazos durante casi dos semanas, y teníamos ya más de un mes sin haberlas visto. Eso, mis estimados tres lectores, fue todo un récord. Sobre todo si tomamos en cuenta que en esas fechas andábamos con la hormona a todo lo que da.

Algunos de nosotros ya nos habíamos resignado a soportar en silencio tan triste destino mientras otros de vez en cuando aceptaban que extrañaban “un poquito” a sus parejas. Cuando marqué el número de la oficina de mi novia me quedé como pasmado: el número efectivamente “se marcó” y en el otro lado de la línea,  a casi ochocientos kilómetros de distancia, el teléfono de mi novia empezó a timbrar.
—¡Espera! ¡Espera! —por más que intentaba dar a entender a Richo que la llamada se iba a realizar no captaba y me quería arrebatar el auricular.
Ella contestó y pude reconocer su voz de inmediato: “¿Bueno?” y por más que le hablé y le hablé fue inútil. Conclusión de mi sagaz mente: La llamada sí se hizo, pero para que del otro lado pudieran escuchar tenía que depositar las monedas que no tenía por habérmelas gastado en cigarros.
Richo no lo podía creer. Hizo la prueba marcando el número de su novia y lo pudo comprobar.
—¡Contestó su mamá, güey… chale!
Fuimos corriendo con los demás. Propusimos llamar a la novia de uno de nosotros y explicar nuestro ambicioso plan: Marcar los teléfonos de cada una de nuestras lejanas parejas y ponernos a escuchar: No podríamos hablarles, pero sí escuchar lo que ellas dijeran durante casi un minuto antes de que la llamada terminara.
Rascándole a las bolsas logramos reunir algunos pesos. Los suficientes para una llamada de unos tres o cuatro minutos. Por supuesto que lo ideal sería comunicarnos con nuestras familias y pedir que nos enviaran dinero para poder regresarnos a San Luis, o comer algo. Decidimos que era más romántico y audaz gastar nuestros nulos recursos en llamar a nuestras novias. Por supuesto que ellas valorarían que nos quedáramos sin comer con tal de escuchar sus tiernas vocecitas.
Al menos eso pasaba en las películas.

Ahora venía lo difícil: ¿a cuál de todas llamaríamos? Por más piedra, papel y tijera que hubiéramos jugado para decidir como sólo los verdaderos hombres deciden sus destinos la razón la tuvo al final el baterista:
—Pues la única que se sabe tooodos los teléfonos de todas las demás es mi vieja, así que lo mejor es llamarle a ella primero y pedirle que les avise a las demás que les estaremos llamando y podremos escucharlas… no hablarles, pero al menos es algo.
Todos estuvimos de acuerdo y así lo hicimos. Richo aprovechó esos minutos para hablar con su novia mientras los demás moríamos de envidia y esperábamos turno para marcar los ansiados números.
Uno por uno todos los del grupo marcamos una sola vez. La experiencia no fue muy agradable, porque podíamos escuchar que la chica contestaba “¿bueno?” para luego quedarse callada (imagino que se sentían ridículas ante la situación) y después animarse a “hablarle al vacío” sin obtener respuesta. Digno de una telenovela… oh, sí. Y nosotros que éramos unos chavales, pues sufríamos enorme.         
“Hola J… me avisaron que todos ustedes iban a llamarnos a una por una y que no iba a escuchar nada… pero ustedes a nosotras sí… me da pena hablar así, pero quiero que sepas que te extraño mucho y que espero que regreses pronto…”
Si a J le dieron ganas de llorar lo disimuló muy bien. Y nosotros disimulamos muy bien haberlo notado.
“¿Bueno? ¿eres tú, F? ¿mi amor? No sé qué decirte… la verdad es que no sé si seas tú, pero… ¡ya regresa! ¡ah! Y por acá todo va bien… ¡no se te olvide portarte bien, ¿eh?
Cada uno de los que llamábamos esperaba pacientemente ese anhelado minuto en el que podíamos escuchar a nuestras damiselas, y cuando la llamada se cortaba casi nos daban ganas de llorar, porque sabíamos que no podríamos hacerlo de nuevo. Dolía.
Cuando tocó el turno a R. su llamada duró apenas unos segundos:

—¿Bueno? ¿Bueno? —se oía impaciente la chica— ¡BUEEENO!
—¡Hola mi amor!
—¡No, nooo! —interrumpimos casi a coro —¡acuérdate que no nos pueden oír!
—¡Shhh! —R. agitó la mano— ¡No me dejan escuchar!

—¡Ash, R! ¡no chingues, si quieres llama por cobrar, pero así no!

¡CLICK!


Hace ya veinte años de ese episodio y detalles más, detalles menos, aún me arranca una pequeña risita recordarlo.