El vampiro cedió cortésmente el paso a la chica haciéndose a un lado de la puerta. No era la primera vez que invitaba a alguien a sus aposentos: aroma de incienso (para disfrazar el nauseabundo olor de su guarida) Y primero la cena para ella (él no cenaba casi nada, sólo degustaba el vino) después algo de música… luces bajas y dar paso a la mirada dominadora que nunca fallaba. Las notas de Miles Davis flotaban lentamente entre ambos. Una puesta en escena que conocía bastante bien.
Más tarde cenaría él.
Sin embargo, esa noche la mirada provino de los ojos de ella. Gabriel supo por primera vez lo que era sentirse subyugado. El abismo profundo de sus negros ojos lo hechizaba… ¿cómo decirlo? ¿Delicadamente?
No: irremisiblemente.
Todavía pudo recordar la vieja leyenda: «Hasta que un par de ojos lancen el embrujo que lo habrá de redimir… tendrá que escoger entre la vida eterna y la muerte pequeña de cada noche…»
Olvidó todas sus blasfemias, todos sus engaños, toda la voracidad de su antiguo ser, y de la misma manera olvidó incluso su primitivo nombre: ya no era de él. Ya no sería nunca él mismo: era de ella. Y al mismo tiempo era ella. Nunca se imaginó que ese momento llegaría de verdad a su muerta vida.
Cerró sus propios ojos, avergonzado por sus funestas intenciones. Una sonrisa inefable asomó en sus labios como no lo había hecho desde hace más de trescientos años. ¡Tantas vidas acumuladas para ahora enfrentar, sin defensa alguna ese momento inmaculado! Por fin había llegado sin merecerla, entregándole sin cortapisas un amor inexplorado: una pasión nunca antes conocida: un desborde de perfección…
Y minutos más tarde, cuando entre las piernas de ella se adentraba al paroxismo jamás alcanzado antes, la amó con locura. De igual forma amó el trozo de madera que suavemente entró en su pecho y que habría de servir de cuña para abrir la puerta a la luminosidad eterna.
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