miércoles, julio 08, 2015

¿Un cuentito? ¿por qué no?


Amiguitos, yo sé que de mis tres lectorcitos sólo me ha de quedar uno o dos y seguramente no van a dar señales de vida, pero me dieron ganas de venir a este cuchitril a dejar un cuentito, a ver si les gusta. Saludos, no me odien.

Puras buenas ideas.


—Sólo inténtalo, para que veas lo que sucede —me sugirió la joven con mirada de plata. ¿Por qué me parecía que sonreía demasiado?

No puedo recordar con claridad cómo llegué a ese lugar. Ambos estábamos sentados en cómodos sillones frente uno del otro: olía a incienso. Había cortinas y ropajes por todos lados, un par de enormes espejos y montón de animales disecados por todas partes: allá en la esquina, un espantoso castor con los dientes expuestos, en la esquina un zorro gruñendo y listo para saltar, enfrente de mí un lobo plateado con los carrillos arrugados: dientes, dientes por todos lados.

—¿Entonces? ¿te animas o no? –Me dijo la chica extendiéndome el pequeño trozo de pergamino con la mano derecha. En la izquierda me ofrecía un lápiz recién afilado.
—Mmm… no sé… ¿Y si me equivoco? ¿y si pido algo y luego me arrepiento? –dije nervioso, al tiempo que tomaba ambos objetos.
—Por eso es con lápiz, tonto. Puedes borrar, pero no lo recomiendo… mira: queda sólo un trozo de papel, se ha ido rasgando y rompiendo con el tiempo… ¡haz la prueba! –me apremió. De súbito parecía ansiosa.

Debí verme confundido, ahí sentado: mirando alternadamente ambas cosas en mis manos como si estuviera negando con la cabeza. Me dieron ganas de un cigarrillo y entonces vino una idea con chispa.

Sin pensarlo mucho, garrapateé: «En la mesa hay unos cigarros nuevos» de pronto nos llegó a ambos una vaharada muy leve. Volteé a ver la mesa y ahí estaba, ¿Qué más iba a estar? una cajetilla nuevecita y sin abrir.

—¡No mames! ¡pide algo importante! –dijo ella, pero yo ya estaba dándole vuelta al lápiz para empuñar la goma y borrar lo escrito. La chica de ojos plateados tenía razón: el papel era ya una miseria a punto de desintegrarse por tanto maltrato. A pesar de que borré con cuidado no pude evitar rasgarlo.
—¡Lo rompiste!
—Te lo voy a pagar.
—¡DAME EL DINERO AHORA! –de pronto su rostro lucía encendido de coraje. Los ojos plateados centelleaban. Recordé que había borrado lo escrito y al mismo tiempo los dos miramos hacia la mesa: La cajetilla había desaparecido. Estaba más sorprendido yo que ella, pero ambos sonreímos con complicidad.

De mi abrigo tomé la cartera. Saqué un montón de billetes y se los entregué. La chica pareció satisfecha y su mirada brillante ofreció una tregua, pero seguía ahí expectante.

—¿Qué más vas a pedir? –preguntó mientras yo volvía a garrapatear sobre el viejo papel. Los cigarrillos reaparecieron sobre la mesa.
—¿Vas a seguir perdiendo el tiempo con cigarrillos?
—Aún no me has dicho de dónde sacaste esto.
—Lo encontré en las manos de un viejo moribundo.
—¿Se lo robaste?
—Más bien me lo dio antes de morir –aseguró ella. No le creí.

La sonrisa extraña y forzada volvió a aparecer en sus labios. En definitiva no iba a quedarme un instante más en ese lugar con ella y esos animales enseñando sus colmillos para siempre, así que me incorporé y tomé mis cosas. Con cuidado doblé el antiguo y frágil papel y lo guardé en mi abrigo para marcharme. Ella se quedó sentada, mirándome en silencio. Antes de cerrar la puerta tras de mí pude ver de reojo cómo su sonrisa falsa se ensanchaba aún más. Los animales de la estancia también parecían sonreír. Incómodo, afronté la helada noche mientras caminé hasta mi departamento.

Al llegar, me encerré para meditar lo que haría con este nuevo poder: El viejo papel estaba en las últimas… «No importa, alcanzaría a escribir (y tal vez borrar) varias buenas ideas». «Por fortuna no soy un sociópata, ni un egoísta que sólo desee riquezas», así que se me ocurrieron puras ideas para mejorar este mundo: Poco a poco resolví problemas profundos como el hambre infantil… la deforestación, la falta de agua, el SIDA… Durante días fui escribiendo buenas ocurrencias en el viejo papel y las cosas simplemente sucedían o aparecían: «en México trabaja sin descanso el descubridor de la cura para el cáncer. Lo va a dar a conocer ahora»

Encendí el televisor y ahí estaba: Simple. La conductora de noticias daba el anuncio de la cura: El descubridor de la vacuna para el cáncer había sido hospitalizado porque presentaba un cuadro extremo de agotamiento. El científico estaba grave y esperaban los doctores que se recuperara.

«Bueno, a veces falla un poquito. Supongo que siempre habrá resultados colaterales impredecibles» pensé mientras recordaba imprecisiones y fallas que tuve al escribir otras cosas en el pergamino «El chiste es contar con una escritura clara y precisa, para que no haya daños secundarios»

Pasé casi una semana sin salir del depa, meditando y garabateando deseos. Casi no borraba por temor de desintegrar el viejo pergamino. Hoy recordé que no había desayunado ni comido nada por estar día y noche sentado, pensando, y el estómago hizo un airado reclamo que empezó desde lo más bajo del vientre hasta que restalló con un lamento ácido que trepó por mi garganta quemándome. Dejé el pergamino y el lápiz en la mesa donde me sentaba a trabajar desde hace unos mil años y fui a prepararme un sándwich-de-lo-que-sea. Pronuncié de nuevo con lentitud: un-sandwich-de-lo-que-sea y las papilas gustativas de mi lengua se retorcieron de placer. La pura expresión me recordó de súbito la voz que amé hace no mil, sino más de dos mil años: Cuando vivíamos juntos.

Sin regresar al estudio me dirigí a la salita que ya empezaba a sumirse en sombras. Aún sin encender la luz pude ver su retrato: coqueta me sonreía mientras adelantaba el níveo hombro hacia la cámara que yo sostuve embelesado en aquél luminoso día que poco a poco se diluía en el recuerdo: Aurora.

Me sorprendí al darme cuenta de que los ojos me goteaban desde antes de tomar el retrato entre mis manos. Terminé por derrumbarme cuando recordé las veces en que con estas manos recorrí los abismos inevitables, pronunciados y prometedores de su tibia tersura. La barrera de los recuerdos estaba hecha añicos cuando pensé: «De todas las cosas que en estos días he pedido, nunca he reclamado algo para mí… realmente solo para mí …»

Como un martillazo, acudieron a mi mente imágenes que creí no volverían jamás: La brillante sonrisa de Aurora. La funesta sorpresa y nuestras miradas cruzándose… el agudo rechinido de llantas sobre el asfalto… y la lluvia gorda que encorva con su peso un inútil ramo de flores sobre mármol blanco y frío… Después del martillazo, una negra guillotina cayendo sin remedio.

Con el retrato en mis manos regresé al estudio y escribí sobre el último espacio que quedaba en los jirones de papel. Las lágrimas me acechaban detrás de mis pensamientos, pero logré contenerlas. Sentado me quedé absorto y olvidé encender las luces. Pasaron las horas. Yo seguía mirando sin ver.

Nada.

Ya era casi medianoche cuando me fui a acostar. Ni siquiera me desvestí. El cansancio terminó por doblegar a la vigilia y no me di cuenta del momento en que cerré los ojos.

Al fin, la manija de la puerta exclamó inaudible, pero inevitable:

¡CLICK!

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