lunes, mayo 26, 2014

Penitencia infinita

Hace tiempo que no escribía cuentitos. Aqui les dejo éste:

Penitencia infinita
 
El padre Valentín apuró su desayuno. El día iba a ser complicado desde la misma mañana: recibir en su pequeño despacho al Arzobispo, supervisar el avance de los preparativos de las fiestas del santo patrono, registrar por escrito los crecientes problemas del nuevo dispensario, recoger las ayudas de los benefactores, revisar los faltantes que había en la capilla a raíz del último robo que sufrieron (ya agarrarían a ese infeliz, si dios quiere) y atender los bautizos y servicios del día.

Aún así, sus ocupados pensamientos iban irremediablemente al mismo destino: esperaba con impaciencia la visita de los niños que iban todos los jueves al catecismo. Aunque las clases las daba la señorita Concepción el cura siempre asistía al final para bendecir a los chiquillos y cantar con ellos algunas canciones.

Los pensamientos traicionan. Valentín no podía dejar de pensar en Luisito. Luis, el chamaco de diez años de tez morena tan servicial y educado que se portaba como un verdadero caballerito. Quería conocerlo mejor.

Como conoció a otros.

El cura lo había ocultado bien durante años. Siempre se había sentido atraído hacia los niños, pero con una sensación salvaje difícil de explicar y de contener. Por eso sufría, por tener que ocultar esa atracción. Las niñas eran bonitas, sí, pero los chiquillos... Bueno, eran otra cosa. Eran especiales, por eso le gustaba tenerlos. A los mocosos siempre les daba verdadero terror a la hora de la hora, y eso los paralizaba de tal forma que se dejaban hacer, y sí eso no ocurría entonces había que echar mano de otros recursos: e
sperar a que durmieran, administrarles tranquilizantes o de plano amenazas si la veía muy perdida.

Valentín consideraba que "eran pruebas que dios le enviaba" y entonces pensaba que simplemente fallaba. Sabía que vendría la necesaria penitencia, pero la cumpliría con gusto, y después... A volver a andar. «Dios proveerá»

Se levantó de la mesa al tiempo que intentaba cortar sus pensamientos. En el cuarto de baño se cepilló los dientes, terminó de peinarse y como cada día desde hace mucho tiempo, evitó cruzar frente al espejo: hacía años que la imagen que le devolvía lo ponía muy nervioso: oscilaba como si se viera en la superficie intranquila del agua. Pero no una superficie límpida y cristalina, sino una más bien asquerosa, nauseabunda y negra. Valentín había notado ese paulatino cambio en todos los espejos en que se veía, había sido tan gradual como cuando de pronto un día te das cuenta que ya necesitas lentes graduados porque tu vista no es la de siempre: «si Dios quiere que vea borroso, pues veré borroso. Bendito seas, Señor»

Valentín salió a la calle rumbo a su auto. El sol brillaba y desterraba las tinieblas inundando de tibia luz las calles en lo que casi todos reducimos miserablemente a tres palabras: «un hermoso día» mientras recordamos la letra de alguna buena canción, aunque Valentín hacía años que había dejado de tararear canciones. Ya estaba otra vez pensando en el chiquillo y por eso no pudo darse cuenta de otro detalle que había cambiado: antes, mientras caminaba, proyectaba su sombra sobre el piso, como todo el mundo. Ahora, caminaba rumbo a su auto sin que su propia sombra lo acompañara. La había perdido definitivamente también.

Bueno... una prueba más del Señor. El Señor lo da y el Señor lo quita, bendito seas, Señor.

FIN.

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