lunes, julio 04, 2011

Cuento sin título (aún) parte IV

IV.

De vez en cuando hacía mis rondines por las editoriales para preguntar por si había alguna novedad y me preparaba para recibir un “Nada joven, pero usted no deje de insistir, el editor tiene mucho que revisar, pero ya verá” entonces sacaba otra de mis tarjetas (para esas fechas ya debían tener más que las que me quedaban a mí) y se las dejaba: “No sea malita, por favor avíseme cuándo puedo hablar con el editor personalmente” Y la calle me recibía de nuevo con los baches abiertos. A veces me detenía por el “Gato Café” y pedía un espresso cortado. Mi trabajo en la universidad como profesor de historia me permitía gastar en esas naderías. Al fin y al cabo, trabajo tenía. Otra cosa era que lo disfrutara como al principio. Tal vez si probara suerte mandando algunos correos…

–¿Qué? ¿te dijeron algo? –Ernesto me sacó de mis cavilaciones. Estaba de pie frente a mí: el maletín negro de siempre en la mano derecha. Trajecito gris. Corbata roja. Un brownie a medio comer en la izquierda. Periódico bajo el brazo.

–Nada, se me hace que mejor busco trabajo de editor, a esos güeyes les pagan por no estar en su lugar ni hacer su chamba.
–¿Y los correos?
–Mandé dos –mentí descaradamente –pero no me contestan
–Pues es que está cabrón. Pero ya verás, ya verás. Tienes oro en tus páginas, mi estimado. Ernesto se sentó y de dos mordiscos acabó con su enemigo.

–Seh, muchas gracias… Yo sé…
–Lo sabes bien, ¡te falta actitud! ¡Ya te dije que me permitas representarte!
–No podría pagarte y lo sabes bien –sensación de dèja vú: esta plática ya la habíamos tenido antes –di un sorbo al cortado y me quemé la lengua. Parpadeé muchas veces para reprimir la lagrimita que se quiso asomar.

–¡Comisión, papá! –Ernesto levantó la mano para llamar a la mesera.
–Sí. Bueno, pues deja checar…

Noté que Ernesto se revolvía un poco en su lugar. Aunque otras veces me lo había encontrado en el “Gato” casi siempre andaba metido en sus asuntos: me saludaba, pero andaba con ese aire ocupado, como resolviendo tres o cuatro broncas al mismo tiempo. Platiquita ligera, no más de dos minutos y su consabido ¡nos vemos güey! ¡abusado! Pero esta vez no dijo nada más, ni sacó su celular ni nada. Sólo me veía. Y callaba. Me sacó de onda, así que pregunté:

–¿Qué?
–¿Tienes un minuto?
–Tengo como treinta. ¿Qué pasa?

Carraspeó un poco. Esperó a la mesera que llegó meneando sus caderas atrapadas por el ajustado listón del mandil. Otro café, por favor. Una rápida valoración de su trasero y volvió a mirarme.

–Bueno, pues no sé como lo vayas a tomar, pero…
–¿Qué?
–Pues Luis andaba por los rumbos de tu vieja, ue
–¿La cachó con otro? ¡Me pinta el cuerno!
–No, no, no… andaba por ahí y se le ocurrió preguntar…
–¡Es casada!
–¡‘Pérame tantito! ¡Tranquilo míster!

Guardé silencio. Ernesto volvió a carraspear, y me di cuenta de que estaba buscando las palabras apropiadas, así que lo miré fijamente sin hablar.

–Bueno, Luis preguntó por Lupe, la de la estética y resulta…
–¿Resulta?
–Que la gente de por ahí le dijo que no conocían a nadie que trabajara en una estética, pero que si se refería a Lupe, la china pelirroja que anda por ahí, se dedica a otras chambas…
–Ay güey, ¿Es puta? ¡No mames que es puta! Recordé los condones que decidí no usar con ella. Debían estar bien guardados en mi maleta, en el fondo del closet. Nefasta ronda de análisis. Qué pendejo.

–Oh, chingado, ¡Deja te digo! Te cae si te ríes, cabrón…
–A ver –me interrumpí –yo debía tener los ojos como platos. Ernesto se detuvo un momento para escudriñarlos.

–Pues dijeron que… es bruja, güey. Hace otras chambas. Amarres y ondas de esas.


---CONTINUARÁ---

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