Seguimos con el cuentito por entregas, he estado algo atareado con otras cosas y por eso es que se me puede pasar el lunes de entrega, pero, mis queridos tres lectorcitos lo comprenden, ¿verdad?
V.
No pude contener la carcajada –¿Neto? no mameees! ¿Cómo bruja? –Por mi mente danzaron imágenes de cartas de tarot, perfumes y veladoras con oraciones. Mis risas hicieron que las chavitas de la mesa de al lado –seguramente se echaron la pinta –voltearan a vernos con curiosidad. Una de ellas estaba mandando mensajes en su celular. Lo cerró de inmediato para poner atención. Codazos.
–Pues eso dijeron mi, que era bruja y de las cabronas. Con fama. Que ya debía varias chambas bien gruesas.
–Chale, ¡pensé que ibas a decir algo en serio! ¡Jajajaja! ¡No maa...!
–Te lo juro cabrón, es una bruja. Aguas.
Los siguientes minutos del rollo medio los escuché. Cuando Ernesto terminó, ambos cafés estaban fríos. Respetuoso puse atención hasta el final, y sólo le corté cuando empezó a repetirse con algunas variantes. Yo ya estaba molesto, así que le di las gracias, pagué la cuenta de los dos y me despedí alegando que tenía cosas que hacer. Le aseguré que había comprendido lo que me había dicho. Ernesto tomó su maletín, cerró su saco y se encaminó a la salida del café, olvidando el periódico sobre la mesa. Antes de salir sacó su celular para hacer una llamada. El periódico me lo llevé yo.
Llegando a casa, recordé que no había tendido la cama. Una arregladita al campo de batalla y luego a preparar algo para comer. Y esa sensación de enojo volvió a vibrar dentro de mí, leve, como espuma que sube poco a poco.
La muñeca de la Lupe me miraba desde el buró. Estaba sentada con los brazos caídos a los lados, las piernas abiertas y la pequeña cabeza ladeada como si llevara largo tiempo reflexionando en algo. Expectante. Le arrojé una almohada para cubrirla.
Colocaba el cobertor color marfil cuando me di cuenta de que estaba sucio. Evidencias de pasión. Sin poder explicarme lo intempestivo de mis acciones, arranqué la ropa de cama furioso, la hice bola y la arrojé al bote mientras resoplaba con un gruñido.
Cuando me volví hacia el closet eché una mirada con el rabillo del ojo hacia donde había arrojado la almohada que ahora estaba en el suelo. La muñeca me miraba con ojos ligeramente entornados. La reté en medio del silencio de la habitación.
–¿Qué? ¿Te vas al bote también? ¿O directo a la basura?
La muñeca no contestó.
Me di la vuelta hacia el closet y empecé a hurgar dentro para sacar un nuevo juego de sábanas y edredón.
–¡A la chingada, te vas a la chingada mi reina! ¡Directito y sin escalas!
Desde el buró la muñeca seguía viendo con los ojos entornados hacia el piso. ¿Parecía divertida con la situación? Saqué la ropa de cama. El tenue olor a suavizante de telas se me antojó demasiado dulzón. Dulce coraje el que sentía yo también. Ya no revoloteaba en mi estómago. Flotaba sobre la superficie de mi conciencia.
–De todas formas, ni eres mía –empecé a pensar que no le hablaba al juguete en realidad –No me dices nada, no haces nada, eres… eres… de a mentiras…
En silencio, la muñeca parecía estar de acuerdo con lo que yo decía.
Tender la cama me tranquilizó a final de cuentas. Sintiéndome un poco más dueño de la situación terminé de acomodar los cojines y las almohadas. Me di la vuelta para salir, pero recordé al juguete de la Lupe. La tomaría para dirigirme hacia la cocina. Al bote de basura. Desaparecerla para nunca más volverla a ver. Si había preguntas lo más sencillo era hacerme pendejo. No sé nada. No la vi. ¡Quien sabe! Sin miramientos la tomé de un bracito para cargarla y llevarla hacia su fin. Una mortaja de plástico en estuche de acero cepillado. Diseño de moda. Más que adecuado para una muñeca vieja, así que la tomé sin compasión.
Estaba tibia. Estaba caliente.
Con repugnancia la solté… No.
La aventé al piso con una mueca de asco mientras restregaba mi mano en la pernera del pantalón –¿Qué carajos…?
Latía.
Parpadeé miles de veces. Debía verme ridículo ahí: de pie en medio del santuario del amor, mirando al suelo como estúpido. ¿De pronto hacía calor en la habitación? El sudor que ya me corría por la espalda me lo confirmó de inmediato. Sentí que en lugar de pisar el tapete rojo que tanto me gustaba me encontraba parado sobre una alberca cubierta por una inmensa lona de tonalidades sanguinolentas. Las paredes se cerraron sobre mí. Debían medir dos metros de largo cuando mucho. Y el bochorno… El tiempo parecía no andar.
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