Seguimos con la séptima entrega del cuentito sin nombre. A ver qué les parece, disculpen la tardanza, pero es parte de un complot, un plan maligno para tenerlos en ascuas y luego, cuando menos lo esperen… bueno… mejor así lo dejamos.
VII
Esperó a que terminara el disco —¿Me vas a decir qué pasó cabrón? —Me preguntó mientras recogía sus piernas sobre el sofá y encendía otro cigarrillo.
Con sinceridad, no entendía a qué se refería. Me explico, no estaba borracho ni tampoco él. Aunque sí habíamos bebido, parecía que estábamos lejos de nuestra cuota habitual. Así que me concentré en la pregunta.
—¿Me vas a decir…?
—No sé a qué te refieres, Luis… no ha pasado nada
—Cuando llegamos tenías una cara… pensé que alguien había muerto, que te andaban buscando o que te habían asaltado, estabas pálido. Como desencajado.
—Estuve echándole desde temprano…
—No mames, se nota cuando andas pedo y cuando es otra cosa, pero si no me quieres decir…
—Es que… —me concentré de nuevo en la pregunta que Luis había hecho hace unos doscientos años. No pude recordarla. Miré mi vaso con hielo. ¿Había bebido ron o tequila?
—Como quieras, güey, no hay pex, nomás quería que supieras que si algo se te ofrece, aquí estamos
—Sí, sí… lo sé, pero es que neta no pasó nada… ¿te sirvo otra? Algo dentro de mí pareció revolotear de nuevo, desde la boca del estómago amenazaba con salir a flote.
Me dio su vaso y lo llené. Hice igual con el mío y comprobé que era el ron de siempre, pero mi mente parecía envuelta en una leve bruma que no me dejaba ver más allá de un palmo. Bruma rojiza, encendida.
Bebimos ese trago en medio del silencio. Cuando me incorporé para buscar otro cd Luis se levantó también.
—Me voy, ya me siento con sueño y la neta voy lejos, paso a tu baño antes. Asentí en silencio mientras veía el humo de mi cigarro que se consumía en el cenicero. Se detuvo antes del pasillo.
—¿Es por lo de Lupe? Güey, perdóname si…
—Tú no tienes por qué andar metiéndote en mis asuntos, lo que yo haga con Lupe es asunto mío —espeté.
—Lo sé, pero es que neta yo no estaba investigando, fui a cortarme el pelo…
—Déjalo así, neta —de pronto volvió la furia contenida, por fin la pude reconocer —no hace falta que se metan, en buen plan te lo digo… No se metan —yo mecía mi vaso y observaba los hielos girar dentro. A pesar de sentir ese coraje no quería levantar la mirada hacia él.
Luis estaba de pie sin ir al baño. Pensé que me miraba con interés, pero en realidad miraba detrás mío.
Sobre la mesita del teléfono descansaba la muñeca. Puta muñeca.
Con los pies abiertos, la boca dibujaba una “o” los bracitos de trapo colgando a los lados, sus ojos muy abiertos, como si estuviera realmente sorprendida. Helado, me quedé viéndola fijamente, yo debía tener los labios en la misma posición. Súbitamente la furia se trocó en un fino terror que recorría con sus puntas aguzadas mi espina dando toquecitos. Se me resbaló el vaso de las manos.
miércoles, julio 27, 2011
Cuentito entrega VII
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martes, julio 19, 2011
Cuentito entrega VI
Seguimos esta vez con la entrega numero VI del cuentito sin título.
Saludos.
Corrijo: el tiempo corría en medio de una taquicardia: marchaba y se detenía con brusquedad. Alternaba entre lo trepidante y lo ausente. Abismo jadeante que me succionaba hacia un pozo profundo, palpitante. Terrible. Volutas de humo que se elevaban en el centro de un hervidero de agua negra llena de gusanos. La puerta empezó a cerrarse, cómplice de lo fatal. En medio de la escena en slowmotion alcancé la perilla como si me aferrara a una boya en medio de un mar picado y mortal. Negros escualos debían circundarme, porque todo a mi alrededor se movía como revueltas aguas agitadas. Chillé con un grito ahogado mientras alcanzaba a salir del cuarto. Tal vez esquivé una dentellada mortal, jamás lo sabré a ciencia cierta. Alcancé la perilla de la puerta como quien se aferra a una saliente metálica que arde al rojo vivo. Pero salí.
Se quedaron con las ganas. Por esta ocasión.
Minutos más tarde, estaba sentado en mi querido sillón, en la estancia del depa. En algún momento me serví un trago. El ron que circulaba por mi cuerpo había conseguido tranquilizarme un poco. Traté de recordar un mal chiste: “Bebo para olvidar…” ¿Olvidar qué? No conseguía integrar el texto completo, así que carecía de gracia, si es que alguna vez la tuvo. La escena del cuarto parecía muy lejana, impresa en los tonos sepia de una vieja fotografía que se pudre inexorablemente.
Lupe no estaba. No tenía idea de su paradero. A veces era así, pero esa ausencia ahora significaba más. Curioso que una ausencia llene el espacio.
Los temblores casi habían desaparecido cuando de pronto el estrépito del timbre del teléfono me hizo gritar de nuevo. Tiré más de la mitad del trago sin querer. Contesté al segundo timbrazo. Era Luis.
—¡Güey, estamos afuera de tu casa! —Dudé en aceptar que vinieran a casa, pero definitivamente no quería estar solo. Esta vez no. Tump, tump, tump. Toc-toc-toc. Me asomé por la puerta entreabierta. Cuando Luis me vio colgó su sonrisa de manera peculiar. Martín y Pablo se asomaron detrás de él para mirarme. Ernesto había tenido que trabajar tarde.
—¿Qué pasó güey? ¿Qué tienes? ¿Quién se murió?
Abrí la puerta para que pasaran y aunque quise disimular eché una ojeada breve al pasillo. Nadie. Cerré la puerta y puse el seguro para luego girar la perilla y botarlo con un clic.
—¿Qué traes? ¿pasó algo? ¿Interrumpimos…?
—Nada —mentí y tomé sus bolsas para llevarlas al fregadero de la cocina. Esperé a que se sentaran y regresé tratando de aparentar normalidad. Algunas copas de más. Mis ojos enrojecidos podían avalar mi coartada, así que eso fue lo que dije mientras llevaba vasos y servía el hielo en una charola de plástico. No permití que preguntaran más, y en menos de 10 minutos ya estábamos oyendo música: “Voy a buscar la paz interior… en tu interior… te voy a partir en dos…” Aunque la estrofa que cantaba El Kala de alguna manera me resultaba inquietante, en general la presencia de mis amigos me sirvió, porque casi no podía recordar el episodio de la recámara (¿alguna vez sucedió realmente?)
Cosa rara, Martín y Pablo se despidieron rápido. Pensé que Luis se iría con ellos, pero se mantenía sentado en el sofá, luego se servía otro trago, luego trasculcaba mis discos, ponía algo y se volvía a instalar en el sofá. Yo me mantenía haciendo como que escuchaba con atención la música. Luis me veía con fijeza. Expectante.
Saludos.
Corrijo: el tiempo corría en medio de una taquicardia: marchaba y se detenía con brusquedad. Alternaba entre lo trepidante y lo ausente. Abismo jadeante que me succionaba hacia un pozo profundo, palpitante. Terrible. Volutas de humo que se elevaban en el centro de un hervidero de agua negra llena de gusanos. La puerta empezó a cerrarse, cómplice de lo fatal. En medio de la escena en slowmotion alcancé la perilla como si me aferrara a una boya en medio de un mar picado y mortal. Negros escualos debían circundarme, porque todo a mi alrededor se movía como revueltas aguas agitadas. Chillé con un grito ahogado mientras alcanzaba a salir del cuarto. Tal vez esquivé una dentellada mortal, jamás lo sabré a ciencia cierta. Alcancé la perilla de la puerta como quien se aferra a una saliente metálica que arde al rojo vivo. Pero salí.
Se quedaron con las ganas. Por esta ocasión.
Minutos más tarde, estaba sentado en mi querido sillón, en la estancia del depa. En algún momento me serví un trago. El ron que circulaba por mi cuerpo había conseguido tranquilizarme un poco. Traté de recordar un mal chiste: “Bebo para olvidar…” ¿Olvidar qué? No conseguía integrar el texto completo, así que carecía de gracia, si es que alguna vez la tuvo. La escena del cuarto parecía muy lejana, impresa en los tonos sepia de una vieja fotografía que se pudre inexorablemente.
Lupe no estaba. No tenía idea de su paradero. A veces era así, pero esa ausencia ahora significaba más. Curioso que una ausencia llene el espacio.
Los temblores casi habían desaparecido cuando de pronto el estrépito del timbre del teléfono me hizo gritar de nuevo. Tiré más de la mitad del trago sin querer. Contesté al segundo timbrazo. Era Luis.
—¡Güey, estamos afuera de tu casa! —Dudé en aceptar que vinieran a casa, pero definitivamente no quería estar solo. Esta vez no. Tump, tump, tump. Toc-toc-toc. Me asomé por la puerta entreabierta. Cuando Luis me vio colgó su sonrisa de manera peculiar. Martín y Pablo se asomaron detrás de él para mirarme. Ernesto había tenido que trabajar tarde.
—¿Qué pasó güey? ¿Qué tienes? ¿Quién se murió?
Abrí la puerta para que pasaran y aunque quise disimular eché una ojeada breve al pasillo. Nadie. Cerré la puerta y puse el seguro para luego girar la perilla y botarlo con un clic.
—¿Qué traes? ¿pasó algo? ¿Interrumpimos…?
—Nada —mentí y tomé sus bolsas para llevarlas al fregadero de la cocina. Esperé a que se sentaran y regresé tratando de aparentar normalidad. Algunas copas de más. Mis ojos enrojecidos podían avalar mi coartada, así que eso fue lo que dije mientras llevaba vasos y servía el hielo en una charola de plástico. No permití que preguntaran más, y en menos de 10 minutos ya estábamos oyendo música: “Voy a buscar la paz interior… en tu interior… te voy a partir en dos…” Aunque la estrofa que cantaba El Kala de alguna manera me resultaba inquietante, en general la presencia de mis amigos me sirvió, porque casi no podía recordar el episodio de la recámara (¿alguna vez sucedió realmente?)
Cosa rara, Martín y Pablo se despidieron rápido. Pensé que Luis se iría con ellos, pero se mantenía sentado en el sofá, luego se servía otro trago, luego trasculcaba mis discos, ponía algo y se volvía a instalar en el sofá. Yo me mantenía haciendo como que escuchaba con atención la música. Luis me veía con fijeza. Expectante.
martes, julio 12, 2011
Cuentito entrega V
Seguimos con el cuentito por entregas, he estado algo atareado con otras cosas y por eso es que se me puede pasar el lunes de entrega, pero, mis queridos tres lectorcitos lo comprenden, ¿verdad?
V.
No pude contener la carcajada –¿Neto? no mameees! ¿Cómo bruja? –Por mi mente danzaron imágenes de cartas de tarot, perfumes y veladoras con oraciones. Mis risas hicieron que las chavitas de la mesa de al lado –seguramente se echaron la pinta –voltearan a vernos con curiosidad. Una de ellas estaba mandando mensajes en su celular. Lo cerró de inmediato para poner atención. Codazos.
–Pues eso dijeron mi, que era bruja y de las cabronas. Con fama. Que ya debía varias chambas bien gruesas.
–Chale, ¡pensé que ibas a decir algo en serio! ¡Jajajaja! ¡No maa...!
–Te lo juro cabrón, es una bruja. Aguas.
Los siguientes minutos del rollo medio los escuché. Cuando Ernesto terminó, ambos cafés estaban fríos. Respetuoso puse atención hasta el final, y sólo le corté cuando empezó a repetirse con algunas variantes. Yo ya estaba molesto, así que le di las gracias, pagué la cuenta de los dos y me despedí alegando que tenía cosas que hacer. Le aseguré que había comprendido lo que me había dicho. Ernesto tomó su maletín, cerró su saco y se encaminó a la salida del café, olvidando el periódico sobre la mesa. Antes de salir sacó su celular para hacer una llamada. El periódico me lo llevé yo.
Llegando a casa, recordé que no había tendido la cama. Una arregladita al campo de batalla y luego a preparar algo para comer. Y esa sensación de enojo volvió a vibrar dentro de mí, leve, como espuma que sube poco a poco.
La muñeca de la Lupe me miraba desde el buró. Estaba sentada con los brazos caídos a los lados, las piernas abiertas y la pequeña cabeza ladeada como si llevara largo tiempo reflexionando en algo. Expectante. Le arrojé una almohada para cubrirla.
Colocaba el cobertor color marfil cuando me di cuenta de que estaba sucio. Evidencias de pasión. Sin poder explicarme lo intempestivo de mis acciones, arranqué la ropa de cama furioso, la hice bola y la arrojé al bote mientras resoplaba con un gruñido.
Cuando me volví hacia el closet eché una mirada con el rabillo del ojo hacia donde había arrojado la almohada que ahora estaba en el suelo. La muñeca me miraba con ojos ligeramente entornados. La reté en medio del silencio de la habitación.
–¿Qué? ¿Te vas al bote también? ¿O directo a la basura?
La muñeca no contestó.
Me di la vuelta hacia el closet y empecé a hurgar dentro para sacar un nuevo juego de sábanas y edredón.
–¡A la chingada, te vas a la chingada mi reina! ¡Directito y sin escalas!
Desde el buró la muñeca seguía viendo con los ojos entornados hacia el piso. ¿Parecía divertida con la situación? Saqué la ropa de cama. El tenue olor a suavizante de telas se me antojó demasiado dulzón. Dulce coraje el que sentía yo también. Ya no revoloteaba en mi estómago. Flotaba sobre la superficie de mi conciencia.
–De todas formas, ni eres mía –empecé a pensar que no le hablaba al juguete en realidad –No me dices nada, no haces nada, eres… eres… de a mentiras…
En silencio, la muñeca parecía estar de acuerdo con lo que yo decía.
Tender la cama me tranquilizó a final de cuentas. Sintiéndome un poco más dueño de la situación terminé de acomodar los cojines y las almohadas. Me di la vuelta para salir, pero recordé al juguete de la Lupe. La tomaría para dirigirme hacia la cocina. Al bote de basura. Desaparecerla para nunca más volverla a ver. Si había preguntas lo más sencillo era hacerme pendejo. No sé nada. No la vi. ¡Quien sabe! Sin miramientos la tomé de un bracito para cargarla y llevarla hacia su fin. Una mortaja de plástico en estuche de acero cepillado. Diseño de moda. Más que adecuado para una muñeca vieja, así que la tomé sin compasión.
Estaba tibia. Estaba caliente.
Con repugnancia la solté… No.
La aventé al piso con una mueca de asco mientras restregaba mi mano en la pernera del pantalón –¿Qué carajos…?
Latía.
Parpadeé miles de veces. Debía verme ridículo ahí: de pie en medio del santuario del amor, mirando al suelo como estúpido. ¿De pronto hacía calor en la habitación? El sudor que ya me corría por la espalda me lo confirmó de inmediato. Sentí que en lugar de pisar el tapete rojo que tanto me gustaba me encontraba parado sobre una alberca cubierta por una inmensa lona de tonalidades sanguinolentas. Las paredes se cerraron sobre mí. Debían medir dos metros de largo cuando mucho. Y el bochorno… El tiempo parecía no andar.
V.
No pude contener la carcajada –¿Neto? no mameees! ¿Cómo bruja? –Por mi mente danzaron imágenes de cartas de tarot, perfumes y veladoras con oraciones. Mis risas hicieron que las chavitas de la mesa de al lado –seguramente se echaron la pinta –voltearan a vernos con curiosidad. Una de ellas estaba mandando mensajes en su celular. Lo cerró de inmediato para poner atención. Codazos.
–Pues eso dijeron mi, que era bruja y de las cabronas. Con fama. Que ya debía varias chambas bien gruesas.
–Chale, ¡pensé que ibas a decir algo en serio! ¡Jajajaja! ¡No maa...!
–Te lo juro cabrón, es una bruja. Aguas.
Los siguientes minutos del rollo medio los escuché. Cuando Ernesto terminó, ambos cafés estaban fríos. Respetuoso puse atención hasta el final, y sólo le corté cuando empezó a repetirse con algunas variantes. Yo ya estaba molesto, así que le di las gracias, pagué la cuenta de los dos y me despedí alegando que tenía cosas que hacer. Le aseguré que había comprendido lo que me había dicho. Ernesto tomó su maletín, cerró su saco y se encaminó a la salida del café, olvidando el periódico sobre la mesa. Antes de salir sacó su celular para hacer una llamada. El periódico me lo llevé yo.
Llegando a casa, recordé que no había tendido la cama. Una arregladita al campo de batalla y luego a preparar algo para comer. Y esa sensación de enojo volvió a vibrar dentro de mí, leve, como espuma que sube poco a poco.
La muñeca de la Lupe me miraba desde el buró. Estaba sentada con los brazos caídos a los lados, las piernas abiertas y la pequeña cabeza ladeada como si llevara largo tiempo reflexionando en algo. Expectante. Le arrojé una almohada para cubrirla.
Colocaba el cobertor color marfil cuando me di cuenta de que estaba sucio. Evidencias de pasión. Sin poder explicarme lo intempestivo de mis acciones, arranqué la ropa de cama furioso, la hice bola y la arrojé al bote mientras resoplaba con un gruñido.
Cuando me volví hacia el closet eché una mirada con el rabillo del ojo hacia donde había arrojado la almohada que ahora estaba en el suelo. La muñeca me miraba con ojos ligeramente entornados. La reté en medio del silencio de la habitación.
–¿Qué? ¿Te vas al bote también? ¿O directo a la basura?
La muñeca no contestó.
Me di la vuelta hacia el closet y empecé a hurgar dentro para sacar un nuevo juego de sábanas y edredón.
–¡A la chingada, te vas a la chingada mi reina! ¡Directito y sin escalas!
Desde el buró la muñeca seguía viendo con los ojos entornados hacia el piso. ¿Parecía divertida con la situación? Saqué la ropa de cama. El tenue olor a suavizante de telas se me antojó demasiado dulzón. Dulce coraje el que sentía yo también. Ya no revoloteaba en mi estómago. Flotaba sobre la superficie de mi conciencia.
–De todas formas, ni eres mía –empecé a pensar que no le hablaba al juguete en realidad –No me dices nada, no haces nada, eres… eres… de a mentiras…
En silencio, la muñeca parecía estar de acuerdo con lo que yo decía.
Tender la cama me tranquilizó a final de cuentas. Sintiéndome un poco más dueño de la situación terminé de acomodar los cojines y las almohadas. Me di la vuelta para salir, pero recordé al juguete de la Lupe. La tomaría para dirigirme hacia la cocina. Al bote de basura. Desaparecerla para nunca más volverla a ver. Si había preguntas lo más sencillo era hacerme pendejo. No sé nada. No la vi. ¡Quien sabe! Sin miramientos la tomé de un bracito para cargarla y llevarla hacia su fin. Una mortaja de plástico en estuche de acero cepillado. Diseño de moda. Más que adecuado para una muñeca vieja, así que la tomé sin compasión.
Estaba tibia. Estaba caliente.
Con repugnancia la solté… No.
La aventé al piso con una mueca de asco mientras restregaba mi mano en la pernera del pantalón –¿Qué carajos…?
Latía.
Parpadeé miles de veces. Debía verme ridículo ahí: de pie en medio del santuario del amor, mirando al suelo como estúpido. ¿De pronto hacía calor en la habitación? El sudor que ya me corría por la espalda me lo confirmó de inmediato. Sentí que en lugar de pisar el tapete rojo que tanto me gustaba me encontraba parado sobre una alberca cubierta por una inmensa lona de tonalidades sanguinolentas. Las paredes se cerraron sobre mí. Debían medir dos metros de largo cuando mucho. Y el bochorno… El tiempo parecía no andar.
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lunes, julio 04, 2011
Cuento sin título (aún) parte IV
IV.
De vez en cuando hacía mis rondines por las editoriales para preguntar por si había alguna novedad y me preparaba para recibir un “Nada joven, pero usted no deje de insistir, el editor tiene mucho que revisar, pero ya verá” entonces sacaba otra de mis tarjetas (para esas fechas ya debían tener más que las que me quedaban a mí) y se las dejaba: “No sea malita, por favor avíseme cuándo puedo hablar con el editor personalmente” Y la calle me recibía de nuevo con los baches abiertos. A veces me detenía por el “Gato Café” y pedía un espresso cortado. Mi trabajo en la universidad como profesor de historia me permitía gastar en esas naderías. Al fin y al cabo, trabajo tenía. Otra cosa era que lo disfrutara como al principio. Tal vez si probara suerte mandando algunos correos…
–¿Qué? ¿te dijeron algo? –Ernesto me sacó de mis cavilaciones. Estaba de pie frente a mí: el maletín negro de siempre en la mano derecha. Trajecito gris. Corbata roja. Un brownie a medio comer en la izquierda. Periódico bajo el brazo.
–Nada, se me hace que mejor busco trabajo de editor, a esos güeyes les pagan por no estar en su lugar ni hacer su chamba.
–¿Y los correos?
–Mandé dos –mentí descaradamente –pero no me contestan
–Pues es que está cabrón. Pero ya verás, ya verás. Tienes oro en tus páginas, mi estimado. Ernesto se sentó y de dos mordiscos acabó con su enemigo.
–Seh, muchas gracias… Yo sé…
–Lo sabes bien, ¡te falta actitud! ¡Ya te dije que me permitas representarte!
–No podría pagarte y lo sabes bien –sensación de dèja vú: esta plática ya la habíamos tenido antes –di un sorbo al cortado y me quemé la lengua. Parpadeé muchas veces para reprimir la lagrimita que se quiso asomar.
–¡Comisión, papá! –Ernesto levantó la mano para llamar a la mesera.
–Sí. Bueno, pues deja checar…
Noté que Ernesto se revolvía un poco en su lugar. Aunque otras veces me lo había encontrado en el “Gato” casi siempre andaba metido en sus asuntos: me saludaba, pero andaba con ese aire ocupado, como resolviendo tres o cuatro broncas al mismo tiempo. Platiquita ligera, no más de dos minutos y su consabido ¡nos vemos güey! ¡abusado! Pero esta vez no dijo nada más, ni sacó su celular ni nada. Sólo me veía. Y callaba. Me sacó de onda, así que pregunté:
–¿Qué?
–¿Tienes un minuto?
–Tengo como treinta. ¿Qué pasa?
Carraspeó un poco. Esperó a la mesera que llegó meneando sus caderas atrapadas por el ajustado listón del mandil. Otro café, por favor. Una rápida valoración de su trasero y volvió a mirarme.
–Bueno, pues no sé como lo vayas a tomar, pero…
–¿Qué?
–Pues Luis andaba por los rumbos de tu vieja, ue…
–¿La cachó con otro? ¡Me pinta el cuerno!
–No, no, no… andaba por ahí y se le ocurrió preguntar…
–¡Es casada!
–¡‘Pérame tantito! ¡Tranquilo míster!
Guardé silencio. Ernesto volvió a carraspear, y me di cuenta de que estaba buscando las palabras apropiadas, así que lo miré fijamente sin hablar.
–Bueno, Luis preguntó por Lupe, la de la estética y resulta…
–¿Resulta?
–Que la gente de por ahí le dijo que no conocían a nadie que trabajara en una estética, pero que si se refería a Lupe, la china pelirroja que anda por ahí, se dedica a otras chambas…
–Ay güey, ¿Es puta? ¡No mames que es puta! Recordé los condones que decidí no usar con ella. Debían estar bien guardados en mi maleta, en el fondo del closet. Nefasta ronda de análisis. Qué pendejo.
–Oh, chingado, ¡Deja te digo! Te cae si te ríes, cabrón…
–A ver –me interrumpí –yo debía tener los ojos como platos. Ernesto se detuvo un momento para escudriñarlos.
–Pues dijeron que… es bruja, güey. Hace otras chambas. Amarres y ondas de esas.
---CONTINUARÁ---
De vez en cuando hacía mis rondines por las editoriales para preguntar por si había alguna novedad y me preparaba para recibir un “Nada joven, pero usted no deje de insistir, el editor tiene mucho que revisar, pero ya verá” entonces sacaba otra de mis tarjetas (para esas fechas ya debían tener más que las que me quedaban a mí) y se las dejaba: “No sea malita, por favor avíseme cuándo puedo hablar con el editor personalmente” Y la calle me recibía de nuevo con los baches abiertos. A veces me detenía por el “Gato Café” y pedía un espresso cortado. Mi trabajo en la universidad como profesor de historia me permitía gastar en esas naderías. Al fin y al cabo, trabajo tenía. Otra cosa era que lo disfrutara como al principio. Tal vez si probara suerte mandando algunos correos…
–¿Qué? ¿te dijeron algo? –Ernesto me sacó de mis cavilaciones. Estaba de pie frente a mí: el maletín negro de siempre en la mano derecha. Trajecito gris. Corbata roja. Un brownie a medio comer en la izquierda. Periódico bajo el brazo.
–Nada, se me hace que mejor busco trabajo de editor, a esos güeyes les pagan por no estar en su lugar ni hacer su chamba.
–¿Y los correos?
–Mandé dos –mentí descaradamente –pero no me contestan
–Pues es que está cabrón. Pero ya verás, ya verás. Tienes oro en tus páginas, mi estimado. Ernesto se sentó y de dos mordiscos acabó con su enemigo.
–Seh, muchas gracias… Yo sé…
–Lo sabes bien, ¡te falta actitud! ¡Ya te dije que me permitas representarte!
–No podría pagarte y lo sabes bien –sensación de dèja vú: esta plática ya la habíamos tenido antes –di un sorbo al cortado y me quemé la lengua. Parpadeé muchas veces para reprimir la lagrimita que se quiso asomar.
–¡Comisión, papá! –Ernesto levantó la mano para llamar a la mesera.
–Sí. Bueno, pues deja checar…
Noté que Ernesto se revolvía un poco en su lugar. Aunque otras veces me lo había encontrado en el “Gato” casi siempre andaba metido en sus asuntos: me saludaba, pero andaba con ese aire ocupado, como resolviendo tres o cuatro broncas al mismo tiempo. Platiquita ligera, no más de dos minutos y su consabido ¡nos vemos güey! ¡abusado! Pero esta vez no dijo nada más, ni sacó su celular ni nada. Sólo me veía. Y callaba. Me sacó de onda, así que pregunté:
–¿Qué?
–¿Tienes un minuto?
–Tengo como treinta. ¿Qué pasa?
Carraspeó un poco. Esperó a la mesera que llegó meneando sus caderas atrapadas por el ajustado listón del mandil. Otro café, por favor. Una rápida valoración de su trasero y volvió a mirarme.
–Bueno, pues no sé como lo vayas a tomar, pero…
–¿Qué?
–Pues Luis andaba por los rumbos de tu vieja, ue…
–¿La cachó con otro? ¡Me pinta el cuerno!
–No, no, no… andaba por ahí y se le ocurrió preguntar…
–¡Es casada!
–¡‘Pérame tantito! ¡Tranquilo míster!
Guardé silencio. Ernesto volvió a carraspear, y me di cuenta de que estaba buscando las palabras apropiadas, así que lo miré fijamente sin hablar.
–Bueno, Luis preguntó por Lupe, la de la estética y resulta…
–¿Resulta?
–Que la gente de por ahí le dijo que no conocían a nadie que trabajara en una estética, pero que si se refería a Lupe, la china pelirroja que anda por ahí, se dedica a otras chambas…
–Ay güey, ¿Es puta? ¡No mames que es puta! Recordé los condones que decidí no usar con ella. Debían estar bien guardados en mi maleta, en el fondo del closet. Nefasta ronda de análisis. Qué pendejo.
–Oh, chingado, ¡Deja te digo! Te cae si te ríes, cabrón…
–A ver –me interrumpí –yo debía tener los ojos como platos. Ernesto se detuvo un momento para escudriñarlos.
–Pues dijeron que… es bruja, güey. Hace otras chambas. Amarres y ondas de esas.
---CONTINUARÁ---
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