miércoles, octubre 13, 2010

Una nueva era

El hombre se quedó mirando fijamente al piso. La cucaracha que desde hacía bastantes minutos estaba inmóvil a sus pies lo miraba fijamente también (si es que podemos asegurar que lo hacía) No hacía nada más, sólo estaba allí, abajo, expectante. Los pies desnudos de él sobre el tapete. Los de ella también. Las botas de él con los calcetines dentro descansaban a un lado del sillón de piel negra.

El hombre trató de recordar cuándo había sido la última vez que la había visto deambular por el piso de su departamento: todo el tiempo investigadora, explorando rincones, para descubrir lugares seguros para nidos, rutas de posibles escapes, áreas de esparcimiento y espacios donde su numerosa familia pudiera crecer con armonía y tranquilidad, y así perpetuar la especie. No pudo ubicar el momento preciso en que la cucaracha se mudó a su departamento.

La cucaracha lo veía fijamente. Levantaba sus antenas rastreadoras hacia el hombre. Oteaba. Empezaba a ¿pensar? que algo nuevo veía en los ojos de él, que tantas veces la había perseguido por el pasillo con una escoba en la mano. Ella siempre conseguía escapar introduciéndose en pequeños huecos debajo de la estufa, lejos de su alcance aniquilador.

En aquellos días la mirada de él era de furia, repulsión y fiereza encendidos. Tal vez era por la llamada que había recibido días antes de su ex mujer: finalmente había terminado por mandarlo al carajo después de tanto abandono. O quizá se debía al golpe que se había dado contra las patas de la mesa de centro, días atrás, mientras andaba con los pies desnudos por el departamento, como solía hacer cuando se sentía nostálgico y le daba por sacar el viejo álbum de fotos para revisarlas con detenimiento por enésima vez. En esa ocasión ella corrió a besarle el dedo pulgar del pie, para mitigar su dolor, pero el hombre pegó un brinco mientras trataba de ahogar un grito de horror, asqueado de sentir las patas del bicho sobre su piel. Cojeando fue a buscar una lata de insecticida y desde entonces la cacería comenzó. Todos los días una emboscada diferente, y sin embargo, no era difícil convivir con ese hombre en la casa. Secretamente confiaba en que un día ambos aprendieran a estar juntos. Y todas las noches la cucaracha rezaba porque así fuera.

Desde ese día ella se ocultaba cuando él aparecía. En ocasiones la cucaracha se despertaba somnolienta al escuchar ruidos en la cocina, y entonces se posaba sobre la alacena para contemplarlo desde lejos y lo veía preparar el desayuno muy de madrugada, o en las noches en que abría una botella de vino, mientras se percibía un leve perfume proveniente de la pequeña sala. En esas noches hasta música se escuchaba en todo el ambiente. El perfume no era de él. Tampoco la dulce voz que lo llamaba para sentarse.

Esa tarde volvían a estar solos. Frente a frente. No obstante, el tipo ya no la veía con furia. Algo había cambiado. El reloj de pared marcó las cinco y media de la tarde. Los minutos corrían despacio. Siempre inexorables. Casi tan inmóviles como ellos mismos.

Él ahora la miraba fijamente desde las alturas. Parecía que trataba de adivinar sus pensamientos más profundos. Como si quisiera comprender sus más próximos y ocultos anhelos. Descansaba los codos sobre las rodillas y guardaba silencio. Por la ventana una tenue brisa entraba refrescándolos a ambos en medio de la sala. No hacía calor, y definitivamente, tampoco frío. El hombre esbozó una sonrisa ancha y franca. Dientes blancos y perfectos. La cucaracha retrocedió un poco, ligeramente atemorizada por la repentina cercanía, aunque al final terminó por sentarse sobre sus patas traseras, como un perro obediente, atento a la orden del amo. No hubo tal, sólo esa enorme sonrisa amistosa. Inusual, pero que aparecía en el momento justo después de tanto tiempo.

El insecto entonces intentó imitar la sonrisa del hombre: abierta, curiosa, sincera y divertida. Y descubrió entonces que ninguno de sus ancestros le había contado que las cucarachas también sonríen. Los huevecillos que cargaba con ella desde hace días también se regocijaron. Una nueva era estaba por comenzar. Ensanchó entonces el gesto mientras los ojillos se le entornaban alegremente, así que los cerró. Casi se reía a carcajadas.

Entonces el hombre levantó una de sus botas y la dejó caer con fuerza sobre el delgado cuerpo del animal. El crujido fue placentero. La sonrisa no se le borró a ninguno de los dos. El hombre se reclinó en el sillón y puso sus brazos detrás de la cabeza, descansando satisfecho.





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