lunes, octubre 25, 2010

Nomás no capto

Me acaban de avisar que una buena amiga que conocí durante mis estudios profesionales decidió quitarse la vida la semana pasada.

No tengo la más remota idea de lo que la empujó a tomar esa decisión, pero sí sé de buena fuente que dejó a dos niños en la orfandad. La recuerdo muy alegre, aunque algo reservada con sus cosas y sus problemas... y sé que voy a caer en el clásico "no se le notaba que tuviera ese tipo de ideas" y no importa. Magda (a.k.a. "pasita") era una chica con la sonrisa a flor de labios. Muy tranquila, nunca una extraña. Calladita, sí... pero nada que llamara la atención, más bien parte de su personalidad.

Es curioso como la vida nos va alejando de algunas personas con las que convivimos durante un buen tiempo. Simplemente se forman intersticios que aumentan de dimensiones con el paso de los años, y gracias a la dinámica de la vida que nos convierte en individuos. La noticia me agarró de sorpresa y aún no atino a decidir qué es lo que siento. Por lo pronto sólo llegan imágenes, recuerdos de trabajos en común, alguna parranda hasta amanecer, una consulta hecha atrás tiempo o un comentario inútil y divertido, pero que hoy cobra otra dimensión, si lo vemos desde una perspectiva de nostalgia y sentados en el taburete que tiene como rótulo un "adiós" definitivo.

Creo que no me importa tampoco mencionar la clásica discusión que habla del valor: Unos dicen que el suicidio es una enorme cobardía y la falta de herramientas para enfrentar las broncas de la vida. Otros dicen que muy por el contrario, se necesitan de unos tamaños enormes para tomar una decisión de esas.

Magda, si algo me has enseñado es a seguir queriendo esta vida. Cada día con más ganas. No sé que te haya orillado a tomar esa decisión y siempre pensaré que pudo haber otra salida (más clichés). Pero a fin de cuentas tus razones son sólo eso: tuyas. No podría hablar de egoísmo, o de cobardía, ni de insanidad mental o locura, porque cada uno de nosotros lleva cargando una enorme maleta que vamos llenando de triques emocionales durante toda la vida. Hasta que uno mismo decide dejar algunos en la basura, en alguna tienda de antigüedades, o como de plano hiciste tú, que los tiraste por la ventana de golpe y sin regalar ninguno a quien los pudiera aprovechar. Lo que sí podría decir, aunque llevaba años sin saber de tí es que el mundo te va a echar de menos. Algo le aportabas, a fin de cuentas. Y es bien ojete recordar que dejas a dos personitas sin mamá. Me haces recapitular un poco y prometerme poner más atención en ciertos detalles de mi propia existencia.

Gracias Madga, gracias "pasita"... Salud.

miércoles, octubre 13, 2010

Una nueva era

El hombre se quedó mirando fijamente al piso. La cucaracha que desde hacía bastantes minutos estaba inmóvil a sus pies lo miraba fijamente también (si es que podemos asegurar que lo hacía) No hacía nada más, sólo estaba allí, abajo, expectante. Los pies desnudos de él sobre el tapete. Los de ella también. Las botas de él con los calcetines dentro descansaban a un lado del sillón de piel negra.

El hombre trató de recordar cuándo había sido la última vez que la había visto deambular por el piso de su departamento: todo el tiempo investigadora, explorando rincones, para descubrir lugares seguros para nidos, rutas de posibles escapes, áreas de esparcimiento y espacios donde su numerosa familia pudiera crecer con armonía y tranquilidad, y así perpetuar la especie. No pudo ubicar el momento preciso en que la cucaracha se mudó a su departamento.

La cucaracha lo veía fijamente. Levantaba sus antenas rastreadoras hacia el hombre. Oteaba. Empezaba a ¿pensar? que algo nuevo veía en los ojos de él, que tantas veces la había perseguido por el pasillo con una escoba en la mano. Ella siempre conseguía escapar introduciéndose en pequeños huecos debajo de la estufa, lejos de su alcance aniquilador.

En aquellos días la mirada de él era de furia, repulsión y fiereza encendidos. Tal vez era por la llamada que había recibido días antes de su ex mujer: finalmente había terminado por mandarlo al carajo después de tanto abandono. O quizá se debía al golpe que se había dado contra las patas de la mesa de centro, días atrás, mientras andaba con los pies desnudos por el departamento, como solía hacer cuando se sentía nostálgico y le daba por sacar el viejo álbum de fotos para revisarlas con detenimiento por enésima vez. En esa ocasión ella corrió a besarle el dedo pulgar del pie, para mitigar su dolor, pero el hombre pegó un brinco mientras trataba de ahogar un grito de horror, asqueado de sentir las patas del bicho sobre su piel. Cojeando fue a buscar una lata de insecticida y desde entonces la cacería comenzó. Todos los días una emboscada diferente, y sin embargo, no era difícil convivir con ese hombre en la casa. Secretamente confiaba en que un día ambos aprendieran a estar juntos. Y todas las noches la cucaracha rezaba porque así fuera.

Desde ese día ella se ocultaba cuando él aparecía. En ocasiones la cucaracha se despertaba somnolienta al escuchar ruidos en la cocina, y entonces se posaba sobre la alacena para contemplarlo desde lejos y lo veía preparar el desayuno muy de madrugada, o en las noches en que abría una botella de vino, mientras se percibía un leve perfume proveniente de la pequeña sala. En esas noches hasta música se escuchaba en todo el ambiente. El perfume no era de él. Tampoco la dulce voz que lo llamaba para sentarse.

Esa tarde volvían a estar solos. Frente a frente. No obstante, el tipo ya no la veía con furia. Algo había cambiado. El reloj de pared marcó las cinco y media de la tarde. Los minutos corrían despacio. Siempre inexorables. Casi tan inmóviles como ellos mismos.

Él ahora la miraba fijamente desde las alturas. Parecía que trataba de adivinar sus pensamientos más profundos. Como si quisiera comprender sus más próximos y ocultos anhelos. Descansaba los codos sobre las rodillas y guardaba silencio. Por la ventana una tenue brisa entraba refrescándolos a ambos en medio de la sala. No hacía calor, y definitivamente, tampoco frío. El hombre esbozó una sonrisa ancha y franca. Dientes blancos y perfectos. La cucaracha retrocedió un poco, ligeramente atemorizada por la repentina cercanía, aunque al final terminó por sentarse sobre sus patas traseras, como un perro obediente, atento a la orden del amo. No hubo tal, sólo esa enorme sonrisa amistosa. Inusual, pero que aparecía en el momento justo después de tanto tiempo.

El insecto entonces intentó imitar la sonrisa del hombre: abierta, curiosa, sincera y divertida. Y descubrió entonces que ninguno de sus ancestros le había contado que las cucarachas también sonríen. Los huevecillos que cargaba con ella desde hace días también se regocijaron. Una nueva era estaba por comenzar. Ensanchó entonces el gesto mientras los ojillos se le entornaban alegremente, así que los cerró. Casi se reía a carcajadas.

Entonces el hombre levantó una de sus botas y la dejó caer con fuerza sobre el delgado cuerpo del animal. El crujido fue placentero. La sonrisa no se le borró a ninguno de los dos. El hombre se reclinó en el sillón y puso sus brazos detrás de la cabeza, descansando satisfecho.





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