Hace tiempo que no escribía cuentitos. Aqui les dejo éste:
Penitencia infinita
El padre Valentín apuró su desayuno. El día iba a ser complicado desde
la misma mañana: recibir en su pequeño despacho al Arzobispo, supervisar
el avance de los preparativos de las fiestas del santo patrono,
registrar por escrito los crecientes problemas del nuevo dispensario,
recoger las ayudas de los benefactores, revisar
los faltantes que había en la capilla a raíz del último robo que
sufrieron (ya agarrarían a ese infeliz, si dios quiere) y atender los
bautizos y servicios del día.
Aún así, sus ocupados
pensamientos iban irremediablemente al mismo destino: esperaba con
impaciencia la visita de los niños que iban todos los jueves al
catecismo. Aunque las clases las daba la señorita Concepción el cura
siempre asistía al final para bendecir a los chiquillos y cantar con
ellos algunas canciones.
Los pensamientos traicionan. Valentín
no podía dejar de pensar en Luisito. Luis, el chamaco de diez años de
tez morena tan servicial y educado que se portaba como un verdadero
caballerito. Quería conocerlo mejor.
Como conoció a otros.
El cura lo había ocultado bien durante años. Siempre se había sentido
atraído hacia los niños, pero con una sensación salvaje difícil de
explicar y de contener. Por eso sufría, por tener que ocultar esa
atracción. Las niñas eran bonitas, sí, pero los chiquillos... Bueno,
eran otra cosa. Eran especiales, por eso le gustaba tenerlos. A los
mocosos siempre les daba verdadero terror a la hora de la hora, y eso
los paralizaba de tal forma que se dejaban hacer, y sí eso no ocurría
entonces había que echar mano de otros recursos: esperar a que durmieran, administrarles tranquilizantes o de plano amenazas si la veía muy perdida.
Valentín consideraba
que "eran pruebas que dios le enviaba" y entonces pensaba que
simplemente fallaba. Sabía que vendría la necesaria penitencia, pero la
cumpliría con gusto, y después... A volver a andar. «Dios proveerá»
Se levantó de la mesa al tiempo que intentaba cortar sus pensamientos.
En el cuarto de baño se cepilló los dientes, terminó de peinarse y como
cada día desde hace mucho tiempo, evitó cruzar frente al espejo: hacía
años que la imagen que le devolvía lo ponía muy nervioso: oscilaba como
si se viera en la superficie intranquila del agua. Pero no una
superficie límpida y cristalina, sino una más bien asquerosa,
nauseabunda y negra. Valentín había notado ese paulatino cambio en todos
los espejos en que se veía, había sido tan gradual como cuando de
pronto un día te das cuenta que ya necesitas lentes graduados porque tu
vista no es la de siempre: «si Dios quiere que vea borroso, pues veré
borroso. Bendito seas, Señor»
Valentín salió a la calle rumbo a
su auto. El sol brillaba y desterraba las tinieblas inundando de tibia
luz las calles en lo que casi todos reducimos miserablemente a tres
palabras: «un hermoso día» mientras recordamos la letra de alguna buena
canción, aunque Valentín hacía años que había dejado de tararear
canciones. Ya estaba otra vez pensando en el chiquillo y por eso no pudo
darse cuenta de otro detalle que había cambiado: antes, mientras
caminaba, proyectaba su sombra sobre el piso, como todo el mundo. Ahora,
caminaba rumbo a su auto sin que su propia sombra lo acompañara. La
había perdido definitivamente también.
Bueno... una prueba más del Señor. El Señor lo da y el Señor lo quita, bendito seas, Señor.
FIN.