miércoles, enero 25, 2012

Una leve tonada


Por fin, Jorge entró en el taller del artesano. Dentro, colgaban de las paredes de adobe diversas piezas que suspiraban por unirse para siempre y dar forma a las sinuosas curvas que algún día el trovador recorrería con sus manos callosas, pero ágiles. La mañana había entrado por todos lados, pero la humedad del aire amenazaba con tornar denso el caluroso ambiente. Al fondo, el maestro laudero volvía a sentarse en su banco de trabajo como todas las mañanas. Café humeante. Olor a piloncillo. Manos enrojecidas, toscas y deformes que se mueven con delicadeza y maestría sobre la chapa de madera. Desde principio, Jorge percibió el murmullo que surgía por lo bajo. Creyó reconocer la tonada de inmediato: Un bolero bastante viejo se elevaba cristalino por encima del suelo lleno de virutas. ¿Era de Los Panchos la tonada?

–Buenos días –dijo el artesano, sin embargo la melodía no se detuvo.
–Buenas… vi abierto y quería preguntarle por un requinto…
–¡Escójale, joven! hay palo de rosa, caobilla, pino… tengo de todos los precios. Tengo unas que suenan como si fueran de palisandro.
–Quiero algo de lo mejor que tenga…

El maestro detuvo la tonada que tarareaba, pero no se volvió.

–¿Es requintista entonces?
–Pues en esas ando, no seré el mejor, pero sí quiero algo bueno…
–Si quiere algo bueno, es porque es bueno, mi amigo. Deje le muestro lo que hay. Desconectó la plancha con que curveaba una hoja de chapa de abedul y se incorporó con el café humeante en la mano.

Una hora y media después, Jorge no se decidía. Las incrustaciones de unos le gustaban, pero los colores de otros también. –El sonido –pareció recordar, –El sonido es lo que me interesa.
–Todos tienen buen sonido, pero no todos son para cualquier persona, mire… este es para uno mayor que usted, por eso es más fácil de sujetar aquí y acá.

Al fondo, un trozo de tela cubría una pieza del polvo.–¿Y ese de allá? ¿Puedo verlo?
–Ese no es para usted, mire, le voy a enseñar por qué…Cuando descubrió el requinto lo primero que brilló fue la corona de incrustaciones de la pala.

–Esta es para un rey. Si quiere suénelo… pero no puedo vendérselo. Ya tiene dueño.

Jorge sopesó el requinto. Balance perfecto, acústica impecable. Deslizó sus dedos por los trastos sin atreverse a arrancarle una sola nota. Las cuerdas le sonreían distantes, el brillo de la tersa caja lo hechizaba con sensualidad. Si su padre supiera que se había dedicado a la música… Pero su padre no sabía nada de él. Y Jorge no sabía nada de su padre: Un par de desconocidos que según decía mamá, lo único que hubieran compartido en algún momento podría ser la música… tal vez una leve tonada. De esas que se elevan sobre uno y viajan estentóreas hasta el recuerdo. La sorpresa de una nostalgia sin descubrir lo asaltó de pronto. Hacía años que no pensaba en aquél que nunca conoció.

El artesano rompió el embrujo. Delicadamente tomó el requinto, con reverencia lo colocó en su soporte y lo volvió a cubrir.

Pasaron otras dos horas bebiendo café y conversando como viejos amigos. Por más que Jorge insistía, sabía que no lograría que don Pepe le vendiera aquella pieza. En su lugar, pagó por otro muy bueno y con excelente sonido, por unos pesos más se llevó el estuche hecho a mano y a la medida precisa.

–Le canto a cada guitarra que hago, ¿sabe? cada una lleva dentro una canción. La que más le acomoda. La que mejor le queda.
–¿Y cómo sabe cuál canción es para cada una?
–¿Cómo supo que nunca le iba a vender el de allá al fondo?
–Me dijo que no era para mí
–Pero, eso… ¿Cómo lo sé yo?

Guardaron silencio. Más tarde, carnitas y cerveza. Cuando el día hizo discreto mutis y las primeras sombras de la noche reclamaron su territorio, Jorge dio las gracias y se fue directo a la carretera, de regreso a su hotel. Al siguiente día emprendió el regreso a la ciudad con su tesoro ocupando el asiento trasero de la camioneta. Jamás regresaría a Paracho. Durante el camino recordó la melodía que don Pepe le susurró al requinto antes de dejarlo a su cuidado.

Algunos días después y a miles de kilómetros de distancia de ambos sitios, un viejo encorvado fumaba sentado afuera de su casa. La barba encanecida y la mirada absorta en el horizonte. Hacía tanto tiempo que no pensaba en ese niño…

Recuerdos.

Antes de entrar y cerrar la puerta a la noche creyó escuchar en el aire una leve tonada que le resultó familiar.

Apagó su cigarrillo y solitario se adentró en la nostalgia.


FIN.

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