Nunca Más.
Despertó y se encontraba tumbada sobre el mullido sofá. En la misma estancia. ¡Carajo! ¡nada había cambiado!
Había pasado mil veces por la pequeña puerta, probado amargas lágrimas que la hicieron naufragar desconsolada, se sentía llena de pedazos de seta y estaba harta de crecer y encogerse una y otra vez. Las galletitas no le habían gustado nunca y ahora, después de leer hasta la náusea avisos imperativos como “bébeme”, “cómeme”, “tómame” y muchos más, planeaba escaparse de esa absurda historia en que se encontraba atrapada.
¡Estaba harta! Harta de deambular de un lado a otro en medio de puros dementes y paisajes incomprensibles. Pero ¡no más! Escaparía y jamás volverían a saber de ella. Nunca más.
El orate que escribía esa prisión para ella seguramente estaba tratando de meterse en el espejo de nuevo. Por las tardes, ella le observaba expectante desde esas páginas. A veces lo veía sentarse a leer lo que había garabateado, para luego sentir como lo tachaba y volvía a repasar. Luego, instantes después (a veces horas, a veces días) volver a escribir. Otras, sólo leía lo ya escrito, se incorporaba y se desnudaba para tratar de meterse en un gran espejo que tenía en la estancia. Loco, a fin de cuentas. Orate con impulsos de escritor. Estaba harta, además, ¡ella no podría leer nunca el final de esa historia!
No más. No más locos, ni conejos corriendo con relojes a cuestas, ni reinas con desplantes asesinos, no más criaturas como el lirón, ni como la oruga. Esa tarde lo haría. La puerta quedaba a veces abierta y así como se entra por ella, también se puede salir. Esa tarde era propicia. Saldría y nadie sabría nunca más de ella.
Y tal vez antes de salir, le diera una patada al pinche gato.
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1 comentario:
Buenísimo!
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