Hace como medio millón de años luz que mis amigos de la
banda de rock/pop/latino “Sabor Tequila” y yo fuimos a radicar a Mazatlán, Sinaloa durante unos meses. Habíamos previsto una
cantidad de dinero para sobrevivir durante ese par de meses, pero la estancia
se prolongó y ya se nos había terminado el money junto con las reservas de
comida, cigarros, cerveza y tequila que habíamos llevado como kit básico de
sobrevivencia. Habíamos conseguido tocar aquí y allá en algunos restaurantes y
bares pero seguíamos buscando nuestra oportunidad de oro: un trabajo estable y
que nos dejara buen ingreso para continuar con la aventura de ser un grupo “de
giras”.
En esas estábamos cuando conocimos al administrador de los
departamentos donde vivíamos. A pesar de que el sujeto tenía un aspecto que a
mí en lo personal me ponía muy nervioso, (flaco, flaco, pálido y huesudo, casi
se pisaba las ojeras de los ojos, dientes de tiburón) resultó ser un buen tipo
que también administraba el bar del hotel Camino Real de Mazatlán. Después de
convencerlo de que nos escuchara tuvimos oportunidad de ir a preparar y montar
todo el equipo para audicionar y tocar una noche, como prueba. Fuimos a
mediodía al hotel a llevar bocinas, instrumentos y equipo.
Para entonces ya éramos unos mocosos expertos cargadores y
podíamos sincronizarnos muy bien para repartir quehaceres: tú conectas esto, yo
reviso cables, ustedes dos carguen eso de allá para acá, tú busca el suministro
de corriente y revisa los instrumentos, etc. estábamos en un pequeño descanso
de cargar todas las cosas hacia el escenario del bar cuando Richo, el baterista
del grupo y yo “descubrimos” un teléfono público de monedas que estaba en el
lobby del hotel. Para ubicarlos un poco en el tiempo al que se refiere esta narración,
les diré que en ese entonces no todos utilizábamos los teléfonos celulares como
hoy día. Era cosa de ricos comprarse un "«ladrillófono» para hablar por teléfono “sin
cables”. No cualquiera.
—¿traes monedas, güey? Aunque sea una
—ja, ja, ja, ja qué chistoso, no traigo nada, ni tú tampoco.
—hmmmm, a ver ¿si marcáramos algunos teléfonos? ¿a quién le
marcarías primero?
—pues a mi mamá, güey… y a mi vieja, claro…
—ahhh, ¡pues sí…! ¡yo también!
—¿a tu mamá y a tu vieja?
—No. A tu mamá y a tu vieja, güey, jajajajaja
—¡Pendejo!
Cuando tienes menos de veinte años hacer bromas pesadas que involucren a las mamás y novias de tus amigos es una manera muy extraña de mostrar
tu afecto, pero… ¡qué se le va a hacer! Nos pusimos a fingir que llamábamos por
teléfono a nuestras novias, que ya debían de estar algo preocupadas (¡seehh!)
por no tener noticias de sus galanazos durante casi dos semanas, y teníamos ya
más de un mes sin haberlas visto. Eso, mis estimados tres lectores, fue todo un
récord. Sobre todo si tomamos en cuenta que en esas fechas andábamos con la hormona a todo lo que da.
Algunos de nosotros ya nos habíamos resignado a soportar en silencio tan triste destino mientras otros de vez en cuando aceptaban que extrañaban “un poquito” a sus parejas. Cuando marqué el número de la oficina de mi novia me quedé como pasmado: el número efectivamente “se marcó” y en el otro lado de la línea, a casi ochocientos kilómetros de distancia, el teléfono de mi novia empezó a timbrar.
Algunos de nosotros ya nos habíamos resignado a soportar en silencio tan triste destino mientras otros de vez en cuando aceptaban que extrañaban “un poquito” a sus parejas. Cuando marqué el número de la oficina de mi novia me quedé como pasmado: el número efectivamente “se marcó” y en el otro lado de la línea, a casi ochocientos kilómetros de distancia, el teléfono de mi novia empezó a timbrar.
—¡Espera! ¡Espera! —por más que intentaba dar a entender a
Richo que la llamada se iba a realizar no captaba y me quería arrebatar el
auricular.
Ella contestó y pude reconocer su voz de inmediato:
“¿Bueno?” y por más que le hablé y le hablé fue inútil. Conclusión de mi sagaz mente: La llamada sí se hizo,
pero para que del otro lado pudieran escuchar tenía que depositar las monedas
que no tenía por habérmelas gastado en cigarros.
Richo no lo podía creer. Hizo la prueba marcando el número
de su novia y lo pudo comprobar.
—¡Contestó su mamá, güey… chale!
Fuimos corriendo con los demás. Propusimos llamar a la novia
de uno de nosotros y explicar nuestro ambicioso plan: Marcar los teléfonos de
cada una de nuestras lejanas parejas y ponernos a escuchar: No podríamos
hablarles, pero sí escuchar lo que ellas dijeran durante casi un minuto antes
de que la llamada terminara.
Rascándole a las bolsas logramos reunir algunos pesos. Los
suficientes para una llamada de unos tres o cuatro minutos. Por supuesto que lo
ideal sería comunicarnos con nuestras familias y pedir que nos enviaran dinero
para poder regresarnos a San Luis, o comer algo. Decidimos que era más
romántico y audaz gastar nuestros nulos recursos en llamar a nuestras novias. Por
supuesto que ellas valorarían que nos quedáramos sin comer con tal de escuchar
sus tiernas vocecitas.
Al menos eso pasaba en las películas.
Ahora venía lo difícil: ¿a cuál de todas llamaríamos? Por más piedra, papel y tijera que hubiéramos jugado para decidir como sólo los verdaderos hombres deciden sus destinos la razón la tuvo al final el baterista:
Ahora venía lo difícil: ¿a cuál de todas llamaríamos? Por más piedra, papel y tijera que hubiéramos jugado para decidir como sólo los verdaderos hombres deciden sus destinos la razón la tuvo al final el baterista:
—Pues la única que se sabe tooodos los teléfonos de todas
las demás es mi vieja, así que lo mejor es llamarle a ella primero y pedirle
que les avise a las demás que les estaremos llamando y podremos escucharlas… no hablarles, pero al menos es algo.
Todos estuvimos de acuerdo y así lo hicimos. Richo aprovechó
esos minutos para hablar con su novia mientras los demás moríamos de envidia y esperábamos
turno para marcar los ansiados números.
Uno por uno todos los del grupo marcamos una sola vez. La
experiencia no fue muy agradable, porque podíamos escuchar que la chica
contestaba “¿bueno?” para luego quedarse callada (imagino que se sentían
ridículas ante la situación) y después animarse a “hablarle al vacío” sin
obtener respuesta. Digno de una telenovela… oh, sí. Y nosotros que éramos unos chavales, pues sufríamos enorme.
“Hola J… me avisaron
que todos ustedes iban a llamarnos a una por una y que no iba a escuchar nada… pero
ustedes a nosotras sí… me da pena hablar así, pero quiero que sepas que te
extraño mucho y que espero que regreses pronto…”
Si a J le dieron ganas de llorar lo disimuló muy bien. Y
nosotros disimulamos muy bien haberlo notado.
“¿Bueno? ¿eres tú, F?
¿mi amor? No sé qué decirte… la verdad es que no sé si seas tú, pero… ¡ya
regresa! ¡ah! Y por acá todo va bien… ¡no se te olvide portarte bien, ¿eh?
Cada uno de los que llamábamos esperaba pacientemente ese
anhelado minuto en el que podíamos escuchar a nuestras damiselas, y cuando la
llamada se cortaba casi nos daban ganas de llorar, porque sabíamos que no
podríamos hacerlo de nuevo. Dolía.
Cuando tocó el turno a R. su llamada duró apenas unos
segundos:
—¿Bueno? ¿Bueno?
—se oía impaciente la chica— ¡BUEEENO!
—¡Hola mi amor!
—¡No, nooo! —interrumpimos casi a coro —¡acuérdate que no nos
pueden oír!
—¡Shhh! —R. agitó la mano— ¡No me dejan escuchar!
—¡Ash, R! ¡no chingues, si quieres llama por cobrar, pero así no!
¡CLICK!
—¡Ash, R! ¡no chingues, si quieres llama por cobrar, pero así no!
¡CLICK!
Hace ya veinte años de ese episodio y detalles más, detalles
menos, aún me arranca una pequeña risita recordarlo.