Hace más de veinte años que decidí emplearme en algo en vacaciones. El asunto es que todo mocoso de menos de veinte requiere de algo de independencia y sobre todo, traer algo de dinero en el bolsillo para poder invitar a alguien a salir, comprarse discos, ropa… sentirse un poco más dueño de ciertas situaciones, pues.
Cansado de lavar el carro de mi madre por una pequeña propina (además por más que intenté convencerla, mi mamá nunca creyó necesario que le lavara el carro dos veces al día) y de ayudar a mis tíos en la carpintería busqué un trabajo sencillo que no me demandara mucho esfuerzo, y que me dejara un par de días libres a la semana. Así que fui a dar a la Comercial Mexicana. Por un tiempo.
La empresa solicitaba escuincles para los puestos de cajas. Mi mamá pensó que yo quería meterme de «cerillo» pero cuando le conté que me habían aceptado como cajero se quedó callada. Tal vez temía que me gustara ese trabajo y en lugar de sólo hacerlo durante vacaciones de verano decidiera hacer carrera como experto tecleador de precios, porque tal vez algunos no lo recuerden, pero los códigos de barras aún no existían en PuebloQuieto, donde vivía. Así que después de una semana de "entrenamiento" en la que te ponen a trabajar sin paga me entregaron mi flamante gafete y chaleco naranja. Entraba a las ocho de la mañana y salía a las cuatro de la tarde.
Recuerdo bien esos días en los que pasaba horas de pie saludando a señoras con una sonrisa y el clásico «¿Encontró todo lo que buscaba?» aunque nunca le vi sentido a la pregunta, porque me hacían anotar en un cuaderno aquellos artículos que las señoras copetudas me reclamaban no haber encontrado, pero mis jefes nunca revisaban esas notas. Una señora me dijo alguna vez que no había encontrado su crema para las várices y a pesar de mi cara de horror me enseñó las gordas piernas moradas que tenía. Después de sobreponerme de la impresión y tomar un té de tila y el migajón de un bolillo le dije que tomaría nota y aunque frunció el ceño y me dijo que eso no servía de nada la despedí con una sonrisa. Como se fue muy molesta, olvidó una caja de galletas finas. Le hablé para decirle pero no me hizo caso, así que llamé a un «cerillo» y le dije que me guardara las galletas en paquetería y me trajera la ficha. ÑAMMM.
Obvio el escuincle se las robó. Dicen que «ladrón que roba a ladrón…» aún así llamé a la supervisora para delatar al terrorista infantil y por supuesto que esa noche ella fue la que llevó galletas para la cena a su casa.
Como dije arriba, en el periodo preclásico no había códigos de barras en los productos. Así que todas las etiquetas tenían el precio y un código numérico en la esquinita. Uno tenía que teclear primero el código (24 para ferretería, 42 para jardinería) y luego el precio del producto. Imagínense cuando uno veía a un cliente formado con dos carritos de mercancías…
Como sea, el trabajo no era tan malo. Aunque pronto me di cuenta de una profunda injusticia: Al pagar los clientes a veces sobraba cambio: moneditas de a peso, de cincuenta centavos. Y no siempre se les podía entregar el vuelto completo, así que al terminar el día lo más probable es que hubiera algo de sobra en las cuentas, como nos hacían revisión de los bolsillos al entrar a trabajar en la mañana y antes de dejar la caja no podía guardarme nada. Yo llegaba a la caja general a hacer el corte del día, entregaba los tickets de la caja y las bolsas con dinero, así como el reporte de venta. La supervisora revisaba el ticket, hacía cuentas y me despedía con cara de jugadora de póquer: «Estás bien, que descanses» y cuando faltaba dinero me decía «Te faltan diez pesos» «Faltan ocho pesos» entonces me parecía muy injusto que sólo me dijera cuando me faltaba dinero, porque lo tenía que poner de mi bolsa. Así que decidí tomar diario una propina extra de treinta o cuarenta pesos para mí.
Al llegar al corte de caja del día la encargada me decía «Te faltan quince pesos» y yo con gusto los sacaba y se los daba, quedándome con el resto como pago adicional por soportar señoras latosas o clientes que te tratan como basura. Entonces salía con una sonrisa del trabajo y compraba un refresco y unas papas en la tienda de la esquina. Mi incipiente carrera como defraudador hormiga pintaba de lujo. Con ese dinero quizá hasta podría abrir una cuenta en las islas Caimán y dejar de preocuparme cuando pensara seriamente en jubilarme. Hasta que la División Táctica y de Investigaciones de la Comer (algo así como el FBI local) descubrió mis pequeños fraudes y me dijeron que lo que hacía era un delito. Me metieron en un cuerto pequeño para interrogarme y después de la rutina del policía bueno y el policía malo, me dejaron ir, arrepentidísimo de mi mal proceder.
Entonces tuve que volver a entregar completito el dinero y recibir un «ok, está bien, puedes irte» de parte de la supervisora que contaba ell dinero todos los días… Por supuesto que investigué quien se quedaba con esos sobrantes, porque en un cálculo rápido tomé en cuenta que en ese entonces había como veinte cajas que hacían mínimo dos cortes generales diarios. Tal vez no resulte mucho dinero, pero si lo multiplicamos por día, por los treinta días de un mes… ok, olvídenlo, sé que las matemáticas no se les dan muy bien.
No todo era gris, porque recuerdo muy bien el día que uno de mis amigos fue a comprar un disco de Metallica (creo que en aquellas fechas era el de And justice for All, una joyita bastante cara) y con el aplomo que me caracteriza tecleé algo así como veinte pesos en la clave 14 (frutas y verduras) y mii cuate se fue muy contento. Todavía le pregunté si «había encontrado todo lo que buscaba» y con una sonrisa de oreja a oreja me dijo que sí. Ese día valió como ningún otro.
Dejé un par de buenos amigos y amigas en esa tienda. Pero tuve que entrar de nuevo a clases y mi carrera como cajero quedó truncada.
Y eso también es muy bueno.