domingo, mayo 20, 2012

Señorsote





Todavía recuerdo la vez que mi mamá me dejó al cuidado del abuelo. Mi abuelo era un señorsote así grandote como oso, gordo y que usaba un overol de mezclilla diario.

Era carpintero, y a pesar de que tuvo doce hijos la neta es que reconozco que de niños no sabía mucho, verán: yo lo que recuerdo vívidamenete es que ese día que me dejó con él la pasé muy chido porque mi abuelo me llevó a botanear.

Nos fuimos caminando bajo el sol por la calle de Hidalgo: llena de puestos de fritangas afuera del mercado, boleadores, globeros y músicos que cargan sus instrumentos de fonda en fonda pidiendo una moneda. Mi abuelo se detuvo en un puesto de carnitas. Al parecer todo mundo conocía a mi abue, porque lo saludaron con mucho gusto: «¿Como está, maestro? ¿qué le damos?»  pidió algo así como «un cuarto de trompita, pa'l chamaco. Limpiecita» el carnicero hizo dos o tres trazos en el aire con un enorme cuchillo que manejaba con destreza y magia: bolsita de plástico con un papel de envoltura adentro. Envuelta en el papel: la trompita de puerco. Pero yo no sabía exactamente a qué se referían aquéllos dos, de haberlo sabido jamás me hubiera comido la nariz de un puerco cadáver, saben.

Y recuerdo bien que cuando mi abue sacó del bolsillo de la pechera de su overol un rollito de billetes, para sacar uno y pagar el carnicero se le quedó viendo extrañado y le dijo «¿Qué pasó maestro, cómo cree?» Así que nos fuimos mi abuelo y yo caminando, yo llevaba en una manita la bolsa con mi botana y mi otra mano se aferraba al pantalón del viejo. Mi abuelo andaba con muletas, así que la estampa ha de haber sido bastante divertida. Porque yo corría y mi abuelo sólo hacía un ronco «¡HEY!» que bastaba para hacerme regresar de inmediato en cada esquina y evitar que cruzara la calle solo a mis seis u ocho años.

Mucha gente saludaba a mi abuelo por la calle. «Buenas tardes, maestro» le decían los albañiles que estaban en una esquina chuleando a la güerita de los tacos. «¡Buenas maese!» le gritó el peluquero desde adentro del changarro donde sin miramientos dejaba a los escuincles greñudos listos para la burla de sus cuates con casquete corto o corte «de escolar» A mi abuelo se lo cortaba «a la Rommel» que era el corte de un Generalfeldmarschall del ejército nazi muy famoso.

Total, dijo una sumadora (mal chiste, lo sé) que nos encontramos a uno de sus chalanes de la carpintería, y como hacía harto calor le dijo «maestro, le invito una pa'l calor» y entonces los dos voltearon a verme. Seguro mi abue no sabía que hacer así que tal vez arquéo la ceja. Era un gesto que hacía muy seguido cuando estaba conmigo.

–¡Yo creo que no hay problema, le pedimos una coca y listo!
–Bueno, pero nomás una –concedió mi abuelo.

Estuvimos ahí un par de horas (¿o más? no lo sé eltiempopasarapidísimocuandotediviertes). Mi abuelo tarareaba, el achichincle fumaba sus faros y le entraba con gusto a unas gorditas que nos sirvieron.

–¿Y pa'l niño? preguntó el cantinero (oh sí, ya vendí esta historia: estábamos en una cantina)

Yo le enseñé al señor que servía los tragos (y que olía horrible, a puro sudor) mi bolsita. El señor la miró, le sonrió a mi abuelo y me trajo una coquita chiquita que me supo muy buena.

Cuando llegamos a casa yo iba muy contento, buena comida, buena bebida y excelente compañía ¿Qué más se puede pedir? así que le conté a mi mamá que había estado comiendo trompita y que una señora gorda, gorda con pantalones muy apretados me había hecho un cariñito y me dio un beso a mí y después a mi abuelo. Se tomó un par de cervezas y se fue (pero antes le dio otro besito en los cachetes a mi viejo)

Nunca supe por qué mi madre nunca más me dejó a su cuidado, y hoy cuando recuerdo esa escena dentro de la cantina, oyendo canciones de un tal Julio Jaramillo no puedo dejar de reír.

Te extraño, abuelo.