martes, mayo 07, 2013

¿Qué milagro?


No había revisado, pero ya vi que desde febrero que los tenía a dieta de debrayes y necedades. Sin embargo, sigo escribiendo, aunque no lo publique aquí.
 
Esta vez me acordé de ustedes y les traigo este cuentito aunque contarlo aquí a veces se siente como hablarle a un muro, porque generalmente uds. no se toman un momento para masticar el texto y opinar o criticarlo, deshacerlo con sarcasmos o –qué mejor– proponerme para un premio, en realidad no importa mucho. Se los dejo aquí de manera desinteresada ¿verdad que la vida es hermosa?

Antojo.

Al llegar a la entrada, el muchacho observó con detenimiento. La promoción de ese día era tentadora: El letrero del negocio proclamaba ALITAS GIGANTES 2X1 ¡SON LAS MÁS GRANDES! 
En la foto del anuncio en cuestión, un diminuto empleado uniformado con los colores de la franquicia sujetaba una ala de pollo que gracias al efecto óptico debía medir casi dos metros. El empleado sonreía sorprendido y esperanzado. La ala de pollo lucía suculenta y enorme. Así que el joven entró en el local sacando cuentas de lo que traía en su cartera y saboreándose con anticipación. Su estómago emitía ruidos.
El lugar estaba solo. No había ni un alma. Tampoco se veían meseros, aunque si hubiera alguno seguramente se aburriría bastante en medio de ese desierto. Un silencio incómodo se elevaba en todo el lugar. El joven recién llegado se asomó hasta el fondo del restaurante. Nadie. La puerta de la cocina estaba semiabierta, así que decidió entrar. Si no había gente y esas alitas eran realmente grandes entonces simplemente se robaría unas. ¿Quién se daría cuenta?
La cocina estaba a oscuras: Mesas de trabajo enormes: cuchillería colgando de sus soportes, algunas cazuelas y en una esquina un enorme cazo de imposibles proporciones. Debían cocinar en ese recipiente cargas de cientos o miles de alitas cada día.

“¡Eso o de verdad las alitas son muuuy grandes!” pensó el muchacho tratando de sonar gracioso. No lo consiguió. Ahora que miraba con mayor detenimiento, en realidad el lugar donde se encontraba no se percibía nada agradable. En la semipenumbra las sombras se convertían en amenazantes siluetas. El silencio no era quietud. Era como si instantes antes hubiera habido movimiento, dinamismo, ir y venir de gente y de pronto ¡zas! Silencio inerte. Amenazador.
El chico sintió un leve pinchazo de miedo en la espalda. Los vellos de la nuca se le erizaron. En nombre de dios, ¿Qué le sucedía? ¿No era emocionante entrar a un restaurante vacío y llevarse una caja de deliciosas alitas gratis? De pronto la idea había dejado de atraerle.
La cocina súbitamente pareció aumentar de tamaño y agigantarse: las mesas eran extrañamente descomunales, ¿cómo no lo había notado antes? la puerta de servicio que debía dar a la parte trasera del restaurante era enorme también. Tal vez era su imaginación, pero ahora todo el lugar se le antojaba de unas proporciones desmesuradas. Se sintió empequeñecido ahí, dentro de esa oscuridad silenciosa. Decidió dar la vuelta y salir de ahí pero tropezó con algo. No cayó cuan largo era, pero casi. En el piso, una mano crispada sobresalía por debajo de una alacena. Los dedos como garras se encorvaban en un espasmo sin fin.
El joven no pudo moverse. Quedó ahí de pie: anclado al piso, mirando fijamente la mano que no se movía. Alguien había entrado y había hecho desaparecer a todos, menos a éste. Con el pie intentó mover esa extremidad que se asomaba esperando que alguien se quejara, o al menos reaccionara, pero era sólo un fragmento de brazo desprendido, sanguinoliento. El chico quiso gritar, pero tampoco fue capaz de hacerlo. Detectó un movimiento afuera, en el patio de servicio. Una gran sombra cubrió la ventana y la cocina se hundió más en la negrura. Pasos. Y algo más… ¿como un aleteo? ¡Qué absurdo! El muchacho se acercó lentamente a la puerta de servicio que daba al patio trasero, aunque no se atrevía del todo a abrirla.
El pollo gigante asomó su infernal pico por la puerta. Los ojos inyectados en sangre. Y también era sangre la que escurría por todos lados. El muchacho no pudo ni pensar. En una fracción de segundo el monstruoso animal lo tomó por la cintura y lo partió en dos en un parpadeo. Todavía había conciencia en la mirada del chico cuando recibió un último picotazo que destrozó su cara y dejó un enorme agujero. El pollo lo arrastró al patio trasero junto con los demás cuerpos. El silencio volvió a imperar en todo el restaurante.
Afuera, una jovencita de rubias trenzas miraba fascinada el anuncio que prometía unas enormes y jugosas alitas. Sacó su monedero y contó el dinero. Le alcanzaba perfectamente para saciar su antojo.

FIN.